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Arturo Ruiz

Quién hablará de nosotros

«Debo tres recibos de electricidad y ya me han dado varios avisos», contaba ayer a este periódico Hilario Urbano Marte, quien vive acongojado cada día al abrir el buzón de casa temiéndose la fatal notificación de la compañía que le anuncie el corte de la luz y le condene también a él a vivir cercado de velas. Y añade Hilario: «Estoy intentando vender el teléfono móvil para pagar el alquiler de este mes». Es decir, que para seguir refugiándose bajo un techo tendrá que convertirse en un indocumentado virtual, marginarse del mundo contemporáneo, aproximarse a la inexistencia tecnológica. Y sin embargo, voces como la de Hilario existen. Y se hacen fuertes en su drama, se aferran a buscarse un futuro, se abrazan a la dignidad. Lo mismo que José Jaén Arcas -«El invierno lo pasamos con mantas. Encender una estufa es muy caro»-; o que Javier Blanco: «Comemos carne o pescado dos o tres veces al mes como mucho».

Vivir así es no poder vivir otras vidas posibles. Es no salir a cenar una vez por semana al bar del barrio con los amigos; no llevar a los hijos a la feria de atracciones ni mostrarles los escaparates de las jugueterías; no gritar los goles de tu delantero favorito desde el fondo norte del estadio de tu equipo; no acompañar al héroe por esa aventura en países exóticos que narra la película de moda en el cine ni siquiera el día del espectador; no viajar al alojamiento de montaña del que nos hablaron para desconectar del mundo porque el mundo, por el contrario, nunca te va a dejar en paz; no proyectar viajes a continentes lejanos para ver a los tuyos; o, en el caso de Hilario, no poderles enviar ni siquiera un escueto Whatsapp.

Vivir así es verse apeado del paraíso. Y de las treguas y descansos conquistados por las clases populares a lo largo de décadas de lucha por la mejora de las condiciones sociales. Es verse condenado a que el pánico se te pegue al mañana como una lapa.

La pobreza energética es una expresión que suena muy moderna, muy de economía avanzada, pero es simplemente pobreza. La de siempre, la atávica: la que denunció Neruda desde el origen de los tiempos: «Cuando nací, / pobreza, / me seguiste, me mirabas a través / de las tablas podridas / por el profundo invierno».

Es verdad que Rajoy, convencido de que España va bien (y con él mejor: de ahí las risas durante la sesión inaugural de esta legislatura de De Guindos, de Méndez de Vigo), lamenta siempre que haya compatriotas pasándolo tan mal; pero, en cada uno de sus discursos, este drama suele ocupar apenas unas líneas justo antes de recrearse en las estadísticas gruesas de la recuperación macroeconómica. En esta última no entran sin embargo ni Hilario, ni José, ni Javier, parados de larga duración, sin ingresos fijos o con magros subsidios a los que este modelo no cobija. Ni habla de ellos. Y sólo algunos (ONGs, determinadas administraciones) escuchan sus voces.

Morir a causa de un incendio provocado por unas velas después de que te hayan cortado la luz, como le sucedió a la mujer de Reus, parece un suceso digno de una novela de Dickens en la Inglaterra de la reina Victoria, donde todo parecía ir bien en un imperio que sin embargo tampoco concedía refugio a tantos ciudadanos ignorados como si fueran lastre. El problema es que eso sucedió hace cien años. No parece que hayamos mejorado mucho desde entonces. O es que a lo mejor siempre acabamos por regresar a las tinieblas de nuestra peor historia.

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