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Tribuna

Los últimos versos de Miguel Hernández

Cuando amortajaron el cadáver de Antonio Machado, su hermano José encontró en el bolsillo de su gabán una nota torpemente manuscrita por la urgencia de la muerte donde se podía leer: «Estos días azules y este sol de la infancia». Poco antes el poeta había dado su último paseo por la playa de Coilloure donde escribió sus últimos versos.

A mí el otro día la fortuna o el azar me dieron el raro privilegio de dar con los últimos versos de Miguel Hernández. Como lo leen. Paso a narrarles la historia intentando contener la emoción que la ocasión propicia.

Sí, fueron la fortuna y el azar y una mujer menuda, de ojos vivos e inteligentes que conocí en el autobús y con la que pegué la hebra un buen rato. Me habló del documento que tenía enmarcado en casa desde hacía muchos años y que tenía el capricho de enseñármelo ya que, por mis colaboraciones en este diario, sabía de mi pasión por la literatura. El sábado pasado fui a su casa y lo vi. En un folio amarillento y casi apergaminado, con unas manchas de óxido o de sangre, cosa que tendría sentido si tenemos en cuenta que Miguel Hernández murió de tuberculosis, podían leerse, con caligrafía pequeña y apretada, los siguientes versos:

«El corazón traigo lleno/ de un alegre resplandor./ Si me matan, bueno,/si vivo, mejor./ ¡Ay España de mi vida!/ ¡Ay España de mi muerte! /Miguel Hernández».

Lo primero que hice fue buscar en imágenes de internet la caligrafía del poeta. No quedaba ninguna duda de su autenticidad. Tenía en las manos un documento inédito, insólito e histórico.

Y empezó a narrarme la historia de su procedencia. La familia de esta mujer era muy amiga de la familia del pintor alcoyano Miguel Abad. Miguel Abad coincidió en la cárcel de Alicante con Miguel Hernández y se hicieron amigos y compañeros de peritajes en lunas y tristezas. A su muerte, el pintor alcoyano se hizo cargo de las exequias del poeta y pagó el carro que le llevó al cementerio. También pagó la lápida que él mismo se encargó de diseñar. Como anécdota un tanto macabra, me cuenta mi amiga que no fueron capaces de cerrarle los ojos. No pudieron cerrarle los ojos al poeta muerto como en vida tampoco pudieron taparle la boca. Vaya lo uno por lo otro.

No está muy claro si fue por encargo o por iniciativa propia, pero es el caso que Miguel Abad se convirtió en una suerte de albacea testamentario y reunió celosamente todo lo que el poeta había escrito durante su estancia en prisión, el famoso retrato que le hiciera Buero Vallejo incluido. Toda esa documentación estuvo en Alcoy algún tiempo, hasta que fue entregada a la viuda, Josefina Manresa. Toda menos ese último poema, ese último aliento del que fuera voz del pueblo, azote de la sinrazón, soldado de la palabra.

El poema acabó en manos de mi amiga en forma de regalo. Cuando la mujer de Abad, doña Carmen se lo entregó, le dijo: «Toma, el testamento de Miguel Hernández». A este punto del relato, el mitómano que esto escribe, ya tenía los pocos pelos que le quedan como escarpias y un pomo de portalón atravesándole el gaznate. No era para menos.

Y no hay nada más que contar. Si acaso un último apunte. Agradecer profundamente el detalle que esta mujer ha tenido conmigo. Hay agasajos inmateriales que no los paga todo el oro del mundo. Y darle las gracias también por permitirme publicarlo y compartirlo con todos ustedes. Hay días en que la luz te acompaña talmente como un rayo que no cesa.

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