Obama desembarcó en Atenas. Su último viaje presidencial a Europa tenía que estar cargado de simbolismo; era inevitable. La ocasión la pintan calva: de la megalópolis a la Acrópolis. Atenea le esperaba allí, en el recinto clausurado en su honor, para que la posteridad mantuviera el recuerdo del deambular casi solitario del presidente entre el Partenón y el Erecteión, por el pedregal donde la diosa clavó su lanza e hizo germinar un olivo. Su victoria sobre Poseidón por el patrocinio del Ática, le permitió dar nombre a la ciudad de Atenas. Las espléndidas cariátides del templo conmemorativo, el Erecteión, ofrecían desde el pórtico su pétrea mirada al mandatario estadounidense. Cariátides son las mujeres originarias de Caria, en Lacedonia. Vitruvio, en su tratado de arquitectura, ya subrayaba la importancia de conocer la historia para justificar la utilización de un ornamento, y explicaba que las cariátides inmortalizaban el triunfo del pueblo griego sobre el de Caria: los hombres fueron asesinados, y las mujeres, esclavizadas, soportaban simbólicamente el peso de los templos atenienses. El templo y las seis cariátides representan la armonía y la belleza clásica, y el esplendor de la Atenas de Pericles y Aspasia de Mileto. Las cinco cariátides originales viven en el Museo de la Acrópolis, la sexta se halla en el Museo Británico. Cuenta la leyenda que se escuchó el lamento de las cariátides la noche en que Thomas Bruce, el noble escocés que compró «los mármoles del Partenón», se llevó a una de ellas.

Después del «brexit», la solitaria cariátide parece todavía más distante, y su retorno a casa se antoja igualmente dificultoso.

La prensa griega hubiera podido ironizar sobre el acontecimiento con algún titular malévolo, aprovechando la contribución norteamericana al lenguaje político: «la presencia de un 'pato cojo' en la Acrópolis, obliga a su cierre al público por razones de seguridad». Pero no, los periodistas griegos fueron más cautos y respetuosos, pese a haber sido excluidos de la visita a la que tan solo acudió la prensa estadounidense.

Ante la ignorancia de los motivos que animaron la elección de Atenas como punto de partida de su gira de despedida europea, se pueden hacer vaticinios: quizá Obama quería pasear por uno de los lugares más bellos de la tierra con el beneplácito de los dioses, o rendir tributo a la cuna de la democracia asimilada en el Nuevo Mundo, o acaso, dejar constancia de que todavía es el paradigma americano del «zoon politikon» aristotélico. Tal vez todas estas razones al mismo tiempo justifiquen el itinerario: de la Casa Blanca al Partenón, del Capitolio al Erecteión.

La influencia del neoclasicismo en América (y en Europa) estableció esa conjunción entre lo antiguo y lo nuevo para crear el hilo conductor de la herencia artística, filosófica y política. Es digna de alabanza la reproducción colosal de los templos griegos y romanos, con columnas de esbeltos fustes coronadas por capiteles de los órdenes clásicos, tímpanos esculpidos, bóvedas grandiosas o interminables columnatas. No obstante, la belleza de las imponentes edificaciones neoclásicas no resiste la comparación con la autenticidad de las originales. Aunque mayoritariamente arruinadas, son la muestra del insuperable genio grecorromano. Solo el transcurso de los siglos y su benevolencia dignifican los sacrosantos lugares.

Obama pronunciaba en Atenas un discurso «urbi et orbi», su legado político, haciendo un elogio de la democracia «hace veinticinco siglos aquí y desde hace doscientos cincuenta años en Estados Unidos»; afirmó que la democracia, aunque perfectible, es el mejor sistema posible, «más grande que cualquier persona». En alusión a Trump, el mensaje fue tranquilizador acerca del mantenimiento de los compromisos con Europa.

El presidente culminó con éxito un peregrinaje desprovisto de reverencia hacia la cuna de la civilización donde destacaba que «los valores de la antigua Grecia inspiraron a los padres fundadores de Estados Unidos y a los redactores de la Constitución para sentar las bases de su democracia, y que, por otra parte, los líderes de la independencia griega, que lucharon por ella contra el Imperio Otomano, se inspiraron en los revolucionarios americanos». Una admirable e interesada reciprocidad.

En Las sufridas cariátides, Ramón Gómez de la Serna escribió que eran «seres legendarios, capaces de muchas fechorías, hasta de llevarse la casa un día, saliendo con ella hacia otro barrio más saludable y más nuevo», aunque también formulaba el deseo de que a su muerte le «llorasen todas las cariátides de Buenos Aires». Así debió de ser.

También Obama, con su apostura de arconte redivivo, pudo contemplar el llanto silencioso de las cariátides, tal vez por su despedida, quizá por el alejamiento inexorable de la hermana británica, o simplemente porque asisten impasibles a la decadencia de nuestra civilización, por el abandono insensato de los valores sobre los que se asienta el formidable proyecto de construcción europea.