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Bartolomé Pérez Gálvez

Improvisación educativa

Los verbos innovar e improvisar son excluyentes entre sí. La pretensión de parir soluciones eficaces, a golpe de ocurrencias, roza la osadía temeraria. Ningún éxito cabe de propuestas emprendidas sin el aval de una profunda reflexión. Menos aún en un terreno tan sensible como el educativo, donde cada error penaliza el futuro de los jóvenes españoles. Motivo suficiente para exigir a los responsables de la enseñanza en este país que refrenen su tendencia a la inmediatez, característica que comparten al margen de las siglas que representen. La relevancia del tema requiere que las cosas se hagan bien y los experimentos con gaseosa. Y por mucho que el ministro del ramo, Íñigo Méndez de Vigo, asegure que así será con el sistema de acceso a la universidad, todo parece indicar que andan inmersos en un caos generalizado. De vergüenza.

La herencia que dejó la pareja Wert-Gomendio es mala, muy mala. Aun así, los indicios apuntan a que su gestión posterior todavía será peor. La Ley Orgánica de Mejora de la Calidad de la Enseñanza (LOMCE) se fraguó desde la soberbia que caracterizó al ex ministro. Nació con tan nulo espíritu de consenso como de inmensa irresponsabilidad respecto a lo que estaba en juego. El contenido de la LOMCE será más o menos discutible y aceptable. Es cuestión de opiniones aunque, obviamente, algunas dispongan de evidencia contrastada y, otras, no tanto. Las formas, sin embargo, no son las apropiadas para un país que, en menos de treinta años, ha dispuesto de cinco leyes orgánicas de educación. En lo que va de siglo, no ha sido posible cursar toda la formación preuniversitaria bajo una misma legislación ¿Pueden imaginar mayor inestabilidad? Sólo aquí somos capaces de cometer semejante barbaridad. Sin duda alguna, seguimos siendo diferentes.

Faltaban las verdades a medias, quizás voluntarias, quizás forzadas por la indecisión. «Las reválidas quedan sin efecto», Rajoy dixit. Eso era todo. Cierto es que nunca prometió que la LOMCE pasaría a mejor vida. Mientras los populares solicitan la complicidad de la oposición para alcanzar un Pacto de Estado por la Educación, en el Congreso votan en contra de la suspensión de la dichosa ley. En su cerrazón, el gobierno acaba de solicitar a la Mesa del Congreso que reconsidere la decisión aprobada por sus señorías. Vaya, que aquí manda quien manda y se acabó. Alegan que nos costaría 600 millones. La verdad es que poco importa ya porque ¿cuánto nos lleva costando el cachondeo educativo en este santo país?

Descendamos a lo cotidiano. Casi 200.000 alumnos tienen previsto presentarse a las pruebas de acceso a la universidad. En un momento crítico para su futuro, reciben un trato propio de una república bananera. Concluyendo ya el primer trimestre de su último año escolar, los chavales siguen sin saber de qué diablos deberán examinarse. Tras convertir la asignatura de Filosofía en optativa, ahora algunos tendrán que repasar lo estudiado hace dos años. Ampliar el horario de clases por la tarde, para impartir el temario no contemplado inicialmente, es la única solución que asoma en el horizonte. Dicen que la evaluación de lengua extranjera incluirá una prueba oral, pero no hay tiempo ni profesorado para ello. En suma, ejemplos de la improvisación que define a este modelo educativo sin rumbo.

Lo más grave de la cuestión no es el tiempo perdido desde el inicio del curso académico. Tampoco que apenas resten cinco meses para el examen; por cierto, un periodo de tiempo tan breve que deja poca capacidad de maniobra. Ni siquiera el engaño que significa iniciar una etapa formativa -hace ya dos años- sin saber cómo concluirá. Lo grave, decía, es que los que hoy improvisan sean los mismos que tienen la responsabilidad de planificar el futuro educativo de los españoles. Si la inutilidad es tal que les imposibilita para programar un examen -por complejo que éste sea-, más aún lo será para reformar el sistema educativo.

Se agradece que las voces contra el impasse ministerial no estén condicionadas por la filiación política. Podrán ser más o menos cáusticas -obviamente, influye la afinidad ideológica respecto al gobierno central- pero todos los ejecutivos autonómicos parecen coincidir en lo inapropiado de la situación. Son los responsables últimos de poner en práctica la ley y, en consecuencia, quienes acaban sufriendo -junto a los propios estudiantes- los desvaríos del ejecutivo nacional. Quizás por ello han optado por una postura pragmática, dejando para más adelante la negociación de fondo. El conseller de Educación, Vicent Marzà, acierta de pleno al advertir que no es posible modificar la prueba de acceso a la universidad, una vez que los alumnos se han matriculado. Y es que el examen, junto al bachillerato, forma parte de un todo. Modificar las reglas de juego, una vez iniciado éste, no es de recibo. Ahora lo importante es saber en qué va a consistir la prueba, como ha reclamado en los últimos días el presidente gallego, Alberto Núñez Feijóo. Y ya tardan.

Mientras en España seguimos a la espera de clarificar el asunto, los escolares de Corea del Sur realizan por estas fechas el College Scholastic Ability Test. Se trata de la selectividad de aquellas tierras, tan exigente como cabe esperar de la competitividad que caracteriza a ese país. Tengo la impresión de que ellos, los coreanos, se toman un tanto más en serio esto del acceso a la universidad. Conscientes de que se juegan el futuro, el país se paraliza durante horas para priorizar la atención a los estudiantes. Hasta llegan a prohibir despegar y aterrizar aviones, no vaya a ser que molesten a quienes se examinan.

Por cierto, solo Finlandia supera a Corea del Sur en los resultados de su enseñanza preuniversitaria. Ya lo sé, no nos parecemos. Por algo será.

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