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Acabo de decidir que voy a volver a leer prensa en papel. No quiero más "contenido curado". Para saber qué está pasando ahí afuera no me sirve que me den a cucharadas de hechos filtrados, organizados, modificados, segmentados y en definitiva, torturados para mí. Quiero abrir la alacena y probar un poco de todo, especialmente de lo que menos me gusta. Si no, mi ángulo de visión será cada vez más profundo, pero más estrecho. Se me escaparán cosas que no debo perderme. Yo soy de los que pensaba que el Reino Unido no votaría salirse de la Unión Europea y que Estados Unidos al final no elegiría a Donald Trump como presidente. También soy de los que piensa que no quiero dejarle a mis hijos un mundo más estrecho, sucio y peligroso del que yo estoy disfrutando. Espero no equivocarme en eso también. Estos pensamientos me vienen también porque la semana pasada sin querer me metí en una película. En medio de una iluminada calle de Berlín, llena de paseantes estrenando gorros de invierno, estudiantes esperando móvil en mano y padres con carritos, un coche de policía persigue a un tranvía hasta la parada siguiente. Tres agentes entran cada uno por una puerta del convoy y en menos de cinco segundos sacan detenido a un hombre moreno de pelo rizado. Claro que no fue una película. Fue la realidad. Y me incomodó mucho la normalidad con la que todos aceptamos lo que acababa de ocurrir. Como hemos aceptado que nuestras conversaciones, nuestra correspondencia, nuestros álbumes de fotos e incluso nuestras casas, vía wi-fi, ya no sean privadas. Los sociólogos tienen un término para esto: la "normalización de la desviación", como lo definió Diana Vaughan, de la Universidad de Columbia. Ella lo ejemplificó con la explosión en pleno ascenso del transbordador Challenger en 1986 y cómo se habría podido evitar si la NASA no hubiera gradualmente aceptado como normales fallos que no lo eran. Me pregunto cuántos fallos en el funcionamiento de nuestra sociedad estamos digiriendo poco a poco y cuál será nuestro Challenger, explotando en el firmamento en miles de pedazos mientras nos llevamos las manos a la cabeza: ¿cómo ha sido posible? A pesar de que los alemanes han estado muy ocupados con las elecciones de Estados Unidos (Alemania también estornuda si Estados Unidos se resfría), gran parte del debate intelectual sigue girando en torno a la integración de los cientos de miles de personas llegadas a este país desde 2014. He oído repetidas historias de padres muy preocupados porque en la clases de su hijo hay a penas media docena de niños que hablan alemán. Florecen en las farolas carteles que ofertan cursos de defensa personal para mujeres, muchas temerosas de un asalto sexual como el de Nochevieja 2015 en Colonia.

Y como no podía ser de otra forma en este idioma tan precioso, se cristaliza ese sentir en un término específico, la Überfremdung o el extrañamiento de las ciudades por un exceso de extranjeros. En Múnich, donde vivo, la polémica gira ahora en torno al muro que separará un nuevo edificio de viviendas para refugiados de una zona residencial. Ya sabemos el historial que pesa sobre los muros en este país. Creo que Alemania, y más concretamente los alemanes de cada día, los que se cruzan a los refugiados por la calle o en el supermercado, los que les ayudan a encontrar una dirección, los que donan tiempo o enseres, se han portado de una forma muy generosa en esta crisis humanitaria. La ciudad de Hamburgo ha acogido tantos refugiados como todo el país de Estados Unidos. Casi un treinta por ciento de los refugiados de toda la Unión Europea pasan sus noches bajo techos alemanes, más que en ningún otro país. En España hemos aceptado menos de un uno por ciento. Cierto es que los alemanes, dentro de su peculiaridad histórica, llevan entreverada la traslación, o "movimiento de los cuerpos según curvas relacionadas con su propia dimensión". Es uno de los países occidentales que más ha cambiado de frontera en el último siglo. Es posiblemente el único en el que un mismo monumento fue levantado por una victoria militar, destruido por una guerra y restaurado para recordar la derrota. Está en el centro geográfico de Europa. Y ha sido origen, tránsito y destino de movimientos masivos de personas. Los alemanes fueron por ejemplo el mayor grupo de inmigrantes que llegaron a Estados Unidos huyendo del hambre y los conflictos cuando ese país se cuajaba, más que ingleses o irlandeses. Casi un veinte por ciento de los estadounidenses tienen alemanes en su árbol genealógico. Tanto es así que ni más ni menos que el presidente Benjamin Franklin advirtió contra la invasión de alemanes en 1751.

"Pronto serán más que nosotros, y no seremos capaces de preservar nuestras condiciones, especialmente nuestro idioma e incluso nuestra forma de gobierno se verá dañada". Parecen las palabras de un Donald Trump o Marie LePen o Boris Johnson. Pero no, fue el venerable padre fundador de Estados Unidos que hoy nos observa desde los billetes de cien dólares quien dijo esto sobre los alemanes. Por esta carga en la genética de su historia, Alemania me parece un país especialmente alerta contra la "desviación" de lo que es normal en cuanto a libertades y protección de la persona. Y sin embargo, por la combinación de globalización y nuevas tecnologías, también en Alemania, donde el año que viene hay elecciones, pica el virus de la pos-verdad. En esta era donde los hechos no existen, sólo se necesita un núcleo, un detonador, una hebra de la que tirar para deshacer un valioso tejido de convivencia y básica empatía humana. Los ataques de París, Niza, Colonia, Múnich o Bruselas estuvieron relacionados con la llegada de refugiados por un hilo muy fino, muy negro y muy elástico. Pero ese hilo ha sido suficiente para hilvanar la percepción de que vivimos tiempos extraordinarios Y que por tanto se permiten medidas extraordinarias. Se normaliza identificarte con personas a las que no conoces de nada y odiar a personas a las que no conoces de nada. Algo habrá hecho el tío al que sacaron del tranvía, digo yo. Es por eso que quiero leer cosas que no entiendo. Tirar la pared de las partes del periódico que me gustan e intentar, al menos durante unos párrafos, meterme en secciones lejanas. Salir de la torre de diarios a los que venero y, aunque sea sable en mano, adentrarme en la selva de los que me asustan. Resistir los impulsos de pasar la página o cerrar con un click o apagar la radio cuando sale uno de esos periodistas que mantienen mi entrecejo en perpetua tensión, aunque sea para caer luego en el remanso de los que me reconcilian. Necesitamos ampliar horizontes y no encerrarnos en nuestras propias certezas. Para eso decía Unamuno que hay que viajar. Yo creo que hoy, que viajar sin tocar a los demás es tan fácil, sobre todo hay que leer. Pero no sólo lo que te encaja, sino especialmente lo que te hace salir de tu zona de confort y darte cuenta de la desviación, para que esta no se pueda normalizar.

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