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Correa, Maduro, Putin, Trump

Por supuesto que son cuatro casos muy diferentes entre sí: el Ecuador, Venezuela, Rusia y los Estados Unidos no tienen ni la misma posición en el sistema mundial, ni la misma población, ni la misma fuente de ingresos, ni la misma heterogeneidad socio-cultural. Vaya eso por delante. Sin embargo, es posible encontrar algunas semejanzas entre sus respectivos líderes que creo que son significativas. Pero, antes, un paso atrás, para tomar perspectiva.

Si nos vamos a principios del siglo XX, es evidente que había profundas diferencias entre los países que intentaban poner en práctica lo que se llamaría Estado de Bienestar o, si se prefiere, que pretendían aplicar políticas socialdemócratas. No todos disponían de una posición favorable en el sistema mundial que lo permitiese. Y, cierto, en los países periféricos eso ni se planteaba y, si lo hacían, era más un remedo que un proyecto viable.

Pero había semejanzas en los distintos proyectos, los aplicaran los partidos socialdemócratas o los conservadores (los comunistas, siguiendo la parte final del Manifiesto Comunista, estaban en desacuerdo ya que preferían trabajar por la agudización de las contradicciones). Un diagnóstico: las pésimas condiciones en las que los coletazos de la revolución industrial habían dejado a la clase obrera y a su infra-clase (el LumpenProletariat del que hablaba Marx). Un pronóstico: otra revolución como la rusa. Y una terapia: que los ricos aceptasen pagar impuestos y que con ellos se mejorasen las condiciones de los menos ricos (no siempre de los pobres, pero esa es otra historia) a cambio de lo cual la clase obrera renunciaba a la revolución y se integraba en el sistema. Entiéndase por qué el Estado de Bienestar, invención socialdemócrata partiendo de sus principios, fue aplicado, en muchos casos, por los conservadores que sabían lo que se estaban jugando.

No todo fueron caminos de rosas en tal empeño y, crisis financieras de por medio, aparecieron los fascismo también heterogéneos pero, igualmente, con elementos comunes que terminarían en la II Guerra Mundial precedida por el triunfo de los soviets en la Rusia zarista y seguida por la Guerra Fría.

Y llegó la revolución. No la comunista (que fracasó en la URSS y satélites) sino la neoliberal que convirtió determinados principios de una de las posibles teorías económicas en simple sentido común para el que no había alternativa. Revolución desde arriba (Reagan y Thatcher son sus más evidentes adalides, pero también los hubo en España en boca de algunos ministros y altos cargos de Felipe González) con pérdida paulatina del poder de los sindicatos y descubrimiento, por parte de los ricos, de que no había peligro para su propio estatus y que, por tanto, los Estados de Bienestar se podían, por lo menos, debilitar cuando no prácticamente abolir. Los efectos han sido devastadores y más si se unen al papel que las nuevas tecnologías han tenido añadiendo todavía mayor fragmentación social, inseguridad y miedo. Ya he comentado alguna vez que sin entender estos efectos, no se entiende una reacción como la del yihadismo en sus distintas variantes (en un fenómeno heterogéneo, aunque se presente como si fuese una sola cosa, probablemente porque así da más miedo y la gente se queda quieta).

¿Quieta? Hasta ahí nomás. Ahora la ola es la del llamado «populismo», movimientos tanto de derechas como de izquierdas, que responden a la fragmentación sumergiendo al individuo en mitos como la nación, la gente, el interés general, la raza, la identidad, todo ello amenazado por elementos externos e internos desde los inmigrantes, los de «otras religiones» (ahora se trata de los musulmanes cuando antes fueron los judíos), el imperialismo, la casta, el «establishment», el Ibex35, «los de arriba» o, también, determinados países que se conjuran contra «nosotros», un nosotros que supera la fragmentación previa y nos sumerge en un todo homogéneo que puede ser «great again», «tornarà a ser rica i plena», «British jobs for British people» o «la grandeur».

Y aquí entran las semejanzas entre los cuatro líderes y se extienden al aumento de incitaciones al odio hacia el «otro» como forma de cohesionar al propio grupo al que, por supuesto, se le hace representante de todo el conjunto. Son los «otros» los que tienen la culpa y somos «nosotros» los que tenemos la razón absoluta de nuestra parte, así que estamos legitimados a lo que haga falta. Y si alguien dice que nos equivocamos, pues hagámosle callar acusándole de conspirador.

Tal vez no sea momento de «ideas claras y distintas», pero sí de ocuparse en separar las voces de los ecos.

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