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Fue por amor, Cohen

Este tipo persiguió entre desgarros unas pocas luces que le permitieran sobrevivir al tiempo más brutal que conocieron los hombres, el siglo XX. Por eso, escribió versos, historias y canciones que hallaran entre las multitudes vociferantes sin rostro de todo el planeta un puñado de seres humanos reconocibles a los que poder llamar por su nombre y acariciarles los ojos en noches de insomnio. Y por eso le escribió a su musa Marianne cuando ésta se moría de leucemia muy lejos de él: «Que sepas que si estirases tu mano, creo que alcanzarías la mía». Allá donde estés.

A este tipo le dieron el Nobel y eso no es un gazapo: no se lo otorgaron exactamente a él pero sí a Dylan, que vino a ser lo mismo, porque, en esta época irremediablemente rendida al ocaso de los grandes, ese premio distinguió a todos estos juglares que recorrieron con un puñado de papeles y alguna guitarra de segunda mano caminos y continentes para llorar décadas de masacres, genocidios y exilios. O, dicho en otras palabras, a alguien de aquella academia sueca siempre un tanto aburrida se le encendió una chispa y casi como si fuera una broma se le ocurrió rendir homenaje a esos tipos a veces tan estrafalarios que no sólo salvaron la poesía de su desaparición a manos del hierro, sino que multiplicaron su alcance, la hicieron de nuevo un género de masas: como Dylan, los susurros apaciguadores de nuestro hombre eran también escuchados durante frías mañanas de invierno en casas sin calefacción de los suburbios de Harlem, de las barriadas de Kiev, de las chabolas del Gran Buenos Aires, donde la gente desayunaba en abrigo y al oír la voz rasgada de nuestro hombre, decían, eso está bien.

Probablemente, nuestro protagonista dio más calma de la que obtuvo: al intuir que la existencia es una batalla donde la derrota es más o menos segura, padeció pánico, alcohol y antidepresivos. Todo tiene un precio.

Pero le mereció la pena porque a cambio hizo un descubrimiento: se dio cuenta de que el mundo sangraba. Que sangraban las avenidas y los rascacielos y los mares y las autopistas. Él lo sabía porque se lo habían contando en alguna noche no terrenal los huesos aún tibios de García Lorca desvencijados en alguna cuneta. Y gracias a García Lorca, nuestro hombre aprendió que el único remedio para detener toda esa sangre es rasgar fino en las entrañas del ser humano, hilar hasta su alma para encontrar sólo cosas buenas: por eso amaba el flamenco y su atávica capacidad para hacer de los inviernos un lugar cálido donde al fin pernoctar. Y como siempre se plantó ante el invierno, llamó Lorca a su hija.

Fue escuchado nuestro hombre y triunfó y ganó dinero y luego le estafaron. Y como este tipo se quedó sin un céntimo, a una edad tan tardía como los setenta, cuando la mayoría de los ciudadanos lo tienen todo hecho y todo lo ganado a refugio, él volvió a comenzar de cero con pinta de anciano venerable, ademanes de caballero y sombrero insistente. Y volvió a cantar y a llenar salas y polideportivos para hacer lo que mejor sabía hacer: que todo sangrara un poco menos.

Y un día supo que se iba a morir y lo cantó en sus últimas canciones y se ganó así un billete para la eternidad. Pero no lo hizo por la fama ni por la gloria. Lo hizo por amor. Por eso también le dijo a Marianne: «Ha llegado ese momento en el que somos realmente viejos y nuestros cuerpos se están desintegrando. Y pienso que te seguiré muy pronto». Allá donde vayas.

Porque fue por amor todo esto, Cohen. Por buscar palabras amables entre las inmensas multitudes de acero.

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