Si, como mayoritariamente se pensaba, Hillary Rodham Clinton hubiera sido elegida como Presidenta de los Estados Unidos de América ¿la hubiese acompañado a visitar la Casa Blanca su marido? ¿Se hubiera sentado ella a hablar de las cuestiones relacionadas con el traspaso de poderes con el Presidente Obama en una estancia mientras Bill tomaba un té con Michelle en otro salón de la mansión presidencial para que ésta le explicase el funcionamiento de la casa y para charlar sobre la familia? Probablemente no. Pero el jueves pasado el planeta pudo contemplar cómo mientras Obama y Trump se reunían para hablar de los asuntos propios de la presidencia, Michelle y Melania tomaban el té y charlaban sobre la manera de vivir en la Casa Blanca y la crianza de los hijos.

Si Aristóteles levantara la cabeza se quedaría muy tranquilo al comprobar que, veintitrés siglos después (que se dice pronto) de haber escrito su famosa obra «Política», el orden patriarcal encarnado en la familia en el que basaba el origen del Estado y de la sociedad sigue gozando de buenísima salud. Partiendo de «la unión de los sexos para la reproducción», que se traduce en la exigencia de heterosexualidad como el primer mandato de género, Aristóteles sostenía que unos seres han nacido (por naturaleza) para mandar y otros para obedecer; que entre los primeros no se encuentra la mujer, pues no es ese su destino (sino el de la maternidad) y que «el saber del hombre no es el de la mujer, que el valor y la equidad no son los mismos en ambos (?), y que la fuerza del uno estriba en el mando y la de la otra en la sumisión». Sobre esta dicotomía, desde entonces y hasta hoy, se delimitan los espacios y funciones adecuados para hombres y mujeres. Y seguimos, por más que las apariencias engañen, sin haber superado estas normatividades genéricas: la normatividad masculina y la normatividad femenina. Y mientras sean hombres quienes ocupen mayoritariamente los puestos de responsabilidad y poder en el espacio público, como manda ese modelo de normatividad masculina, se reforzará este esquema patriarcal. Sobre todo, como sucede en Estados Unidos y en no pocos países, si se potencia esa figura de «Primera Dama» a la que nadie, salvo «su señor» ha elegido para ser esposa y madre. Porque ese y no otro es el significado político de esta figura de «Primera Dama» que, contrariamente a la lógica del principio de igualdad (que es la base de los sistemas democráticos), se ha ido afirmando y creciendo cada vez más hasta adquirir una relevancia inimaginable. Cuantas más «Primeras Damas» existan, mucho más empinado y costoso va a ser el camino a la igualdad.