Donald Trump es el presidente electo de Estados Unidos, estrenará su mandato con el nuevo año. ¡Qué grado de división, de hartazgo no habrá alcanzado el país para encumbrar a la presidencia a alguien con su trayectoria!

Después de una campaña atroz, convertida en un espectáculo mundialmente televisado, Trump ha salido triunfante, invicto en todas las batallas, contra todo y contra todos, también contra sí mismo. El afamado líder televisivo ha labrado su futuro político a base de una efectiva sobreexposición mediática que le ha permitido difundir sus soflamas demagógicas y sus consignas de fanfarrón petulante.

Trump, carente de experiencia política y con una trayectoria empresarial poco ejemplar, ha rentabilizado el descontento ciudadano arengado con un discurso xenófobo y proteccionista.

El pueblo americano, desencantado con la política de Obama, y escéptico ante la continuidad representada por Clinton, ha sucumbido a las proclamas de Trump quien se ha revelado como maestro experto en exacerbar el espíritu patriótico. Poco importaba que este mesías fuera un ser envanecido por el vil metal, un ególatra que se vanagloriaba de no pagar impuestos, un racista, un enemigo de los inmigrantes o un misógino que exhibía impúdicamente su desprecio hacia las mujeres.

Los estadounidenses, ávidos de esperanza, han quedado atrapados en la red de la ilusión nostálgica que les tendió el candidato republicano: «make America great again». Con un discurso populachero, se ha erigido en salvador y benefactor del pueblo a costa de demonizar la globalización, y de propugnar el aislacionismo como solución a los problemas originados siempre por los extranjeros, como ha venido repitiendo.

La democracia norteamericana ha sucumbido al populismo, y en Europa asistiremos probablemente a un similar auge en un futuro próximo.

El populismo es la degeneración de la democracia, y se basa en algo tan simple como la apelación a los sentimientos elementales de los ciudadanos para la obtención del poder. Pues bien, ahora que han fracasado los pronósticos, errado las encuestas y tergiversado los sondeos, es hora de asumir la realidad y de no poner en entredicho el resultado de las elecciones, como había afirmado que haría el magnate si no resultaba vencedor.

El cuestionamiento expresado es una afirmación grave e inédita que socava los cimientos del propio sistema democrático, caracterizado por el respeto al resultado de las urnas, por la pronta felicitación del derrotado al vencedor, y por el ofrecimiento de apoyo para la mejora del país.

No obstante, la victoria de Donald Trump ha obrado el milagro de convertir en conciliador el tono bronco de su discurso, lo que le ha permitido reconocer el trabajo realizado por su adversaria. Por su parte, Hillary Clinton comparecía con cierta demora para pronunciar un discurso impecable, sin concesión a las lágrimas, que sí parecían asomar a los ojos de un compungido expresidente Clinton. La candidata derrotada superó el amargo trance con dignidad, hizo alarde de su oratoria, y dio una lección de lealtad institucional al mostrarse dispuesta a la colaboración y reclamar una oportunidad para Trump. Fue la despedida de una mujer con una trayectoria política brillante pero que no consiguió superar, según sus propias palabras, «ese techo de cristal». Tan solo se quebró ligeramente su voz cuando se dirigió a las jóvenes estadounidenses para decirles que se enorgullecía de haber sido su inspiración, para reafirmar su valía y alentarlas en la conquista de sus sueños.

Poco después, Obama brindaba una transición pacífica a Trump, aseveraba que eran americanos antes que demócratas o republicanos, y que tenían el objetivo común de procurar el bien del país. Haciendo de la necesidad virtud, se ha apresurado a recibir a su sucesor en la Casa Blanca, aparentando normalidad. Cortesía presidencial obliga.

El presidente electo afirmaba que había sido un gran honor compartir esa hora y media que duró la visita, y que le gustaría contar en el futuro con el consejo del presidente Obama.

Me viene a la memoria la diatriba de Plutarco contenida en su tratado: A un gobernante falto de instrucción, muy recomendable como libro de sobremesa en el próximamente redecorado Despacho Oval. Se inicia el texto con una anécdota de Platón quien se negó a aconsejar a los cireneos sobre su forma de gobierno «pues nada hay tan arrogante, cruel e ingobernable por naturaleza como un hombre con un alto grado de prosperidad». Y concluye Plutarco que «es difícil dar consejos a los gobernantes sobre asuntos de gobierno ya que temen aceptar la razón como guía, no sea que les recorte los privilegios de su poder, haciéndolos esclavos del deber».

En el haber de Donald Trump está haber quitado el sueño a medio mundo y haber convertido el sueño americano en un insomnio de consecuencias impredecibles. Un notable incremento de haberes en el cuantioso patrimonio de Trump.

Sirva de leve consuelo el gigantesco plenilunio que al menos durante estas noches velará nuestro sueño.