Concluimos el fin de semana con la vista y la emoción puestas en el martes decisivo de las elecciones presidenciales norteamericanas. Que nadie duerma, porque el resultado de las mismas sonará como el aldabonazo que situará las piezas del gran juego que se fragua en esta época de desorientación e incertidumbre globales.

Ciertos datos de la extraña y extenuante campaña norteamericana anticipan lo que repercutirá más adelante en otros escenarios solo aparentemente distantes. Se ha impuesto el voto a la contra: se vota contra Hillary o contra Donald, dejando al margen otros aspectos menos conocidos de lo que realmente ambos representan y se proponen hacer. Y sin embargo? nunca como ahora la personalización de la política ha alcanzado niveles tan extraordinarios. De nada valen las estructuras partidarias ni los referentes institucionales en unas elecciones dominadas por los medios, por los recursos invertidos y el trabajo sofisticado de los big data, capaces de personalizar los mensajes que apuntan al votante concreto. Se ha deshecho el hechizo de lo políticamente correcto, pues lo que prevalece en el gran circo de la representación mediática es que los actores parezcan reales, sinceros, aunque esa apariencia de sinceridad sea machista, repugnante e idolátrica.

¿Resistirá el sistema o acabará rindiéndose a la hibris populista? Esta es la pregunta que se hacen los analistas, los politólogos, los grandes grupos de presión, la banca y el mundo de los negocios globales. Pero la ciudadanía, que ha quedado degradada a la condición de gente, no se hace estas preguntas, sino que mayormente mira a lo suyo, a lo que gana o pierde en sus propias carnes a partir de un presente en el que siente perdedor. La internacional populista que se extiende por el mundo no entiende de derechas o de izquierdas, de ideologías. Adopta diferentes caras, no importa si se trata de lepenismo, de brexismo, de trampismo, o de otros diferentes ismos. Todos ellos celebran los éxitos de sus socios, conforme a un denominador común: remover las instituciones y abrir una brecha por donde introducir un mensaje simple, aunque conmovedor.

Si juntáramos todos los programas subyacentes del populismo internacional no encontraríamos grandes diferencias: repliegue patriótico o hipernacionalista ante el avance de la globalización; proteccionismo y, en consecuencia, autoritarismo explícito o larvado; identificación de convenientes chivos expiatorios; cuarentena de los derechos fundamentales. Nada que no hayamos conocido en otras crisis sistémicas que prepararon el camino hacia el pensamiento vigilado y la destrucción de la cultura constitucional. Nada que no debamos achacar, también, a la prepotencia demostrada por los ganadores actuales de la globalización.

Me dicen que Donald Trump ha elegido, pour encourager les autres en sus mítines, el soberbio aria nessum dorma, del inmortal Giacomo Puccini. Probablemente con la grosera intención de colocar a Hillary en el papel de la fría y vengativa Turandot, mientras que él se reserva el de Calaf, el héroe que elude la pena de muerte decretada al descifrar los tres acertijos que la princesa propone a sus infelices pretendientes. Es evidente que a Trump, el anti-Calaf, nada le importa el significado de esta ópera ni su majestuoso final, salvo los versos, que tal vez se atribuya, cuando dice: «Mi misterio está encerrado en mí/Mi nombre nadie lo sabrá».

En fin, que nadie duerma.