La pasada semana Mariano Rajoy fue investido presidente del gobierno. Se desprendía por fin de su toga blanca, la cándida vestimenta que precisamente dio nombre al «candidatus» ya que su color identificaba a quien se presentaba a las elecciones en las asambleas romanas.

El presidente, con su peculiar manejo de los tiempos, reflexionó sobre la composición del gobierno con cierta parsimonia. Dejó transcurrir los dos primeros días de noviembre, bien para liberarse de la tensión del pleno de investidura, bien para meditar más sosegadamente, o bien para evitar el riesgo de que las voces maledicentes afirmaran que el gobierno nacía muerto o, al menos, agonizante. En efecto, semejante anuncio el Día de Todos los Santos o el Día de los Difuntos, no parecía ser el colmo de la oportunidad. En ocasiones, el santoral juega malas pasadas y permite proporcionar titulares luctuosos o cómicos, como a buen seguro hubiera ocurrido.

Sea como fuere, el gobierno se ha gestado en los días en que algunos mortales, fieles a la tradición, asisten a la representación de Don Juan Tenorio o del Monte de las Ánimas, -la turbadora leyenda de Bécquer-, y otros tantos, visitan los cementerios provistos de flores, -crisantemos especialmente-, colocan velas para guiar a las ánimas de los antepasados de regreso a la casa que habitaron, iluminan calabazas huecas, o se disfrazan de todos los horrores posibles. Todo ello, acompañado de buenas dosis de buñuelos o huesos de santo, tan aliviadores del duelo.

Entretanto, Rajoy pergeñaba su gobierno. Realmente no debería tratarse de una mera remodelación. Las circunstancias habían cambiado por completo desde el inicio de su anterior mandato. La situación excepcional de un gobierno en funciones durante casi un año, y la obtención de una investidura «in extremis» respaldada por una mayoría exigua, aconsejaba un cambio profundo en los ministerios.

Asimismo, la gravedad de los asuntos que han de afrontarse, amén del esfuerzo para establecer el diálogo, procurar múltiples consensos, y conseguir disipar el fantasma omnipresente de la corrupción, insinuaba novedades significativas en el ejecutivo entrante.

Después de diez meses de interinidad, había más interés que de costumbre por conocer la composición del nuevo gobierno. Obviamente, quienes estaban más impacientes eran los ministrables, a quienes Rajoy mantenía en vilo con su silencio inmisericorde. Pero como reza el Evangelio de san Mateo: «muchos son los llamados y pocos los elegidos», por lo que la mayoría vio frustradas sus expectativas ministeriales. Finalmente, el jueves por la tarde, Rajoy le comunicó al rey los nombres de las cinco elegidas y de los ocho elegidos y, en un ejercicio de marianismo puro, hizo mutis por el foro.

El nuevo gabinete se articula a base de contrapesos, manteniendo la bicefalia económica Montoro - De Guindos. Sáenz de Santamaría conserva la única vicepresidencia, con la competencia añadida de Administraciones Territoriales. Rajoy confía encauzar la «cuestión catalana» desde un punto de vista más jurídico que político, y para ello cuenta con el equipo de abogados del estado comandado por la vicepresidenta, la denominada «Brigada Aranzadi». A cambio de esta potestad, pierde la portavocía a favor de Méndez de Vigo, hombre de trato afable, que se mantiene en Educación sin hacer bueno a su antecesor.

De Cospedal, nombramiento previsible, asume Defensa, con un cometido más institucional que político. También hay relevo -seguramente doloroso para los afectados y para el propio Rajoy- en las carteras de Exteriores e Interior, a favor, respectivamente, del diplomático Dastis, y del exalcalde de Sevilla, Zoido, cuyo reconocido respaldo popular en la ciudad del Guadalquivir podría ser de gran utilidad en el futuro.

Báñez, Tejerina y Catalá se mantienen en sus puestos, y se incorporan Nadal, Montserrat -un guiño a Ciudadanos-, y De la Serna. El flamante alcalde de Santander es la concesión del presidente a la juventud y a la novedad.

En la matutina toma de posesión, por primera vez ante el rey Felipe VI, con la reina ausente, De Cospedal y Sáenz de Santamaría quedaron igualadas por la utilización de la fórmula de la promesa al asumir sus cargos, en tanto que el resto de sus colegas optó por el juramento.

El nuevo ejecutivo tiene ante sí asuntos de vital importancia que deberá abordar sin dilación: el pacto por la educación, la sanidad, el paro, la lucha contra la corrupción, la violencia contra las mujeres, el desafío soberanista, etc., a la vez que deberá restañar la fractura social y procurar la regeneración política. Ardua tarea.

Este gobierno ha florecido tardíamente, en noviembre, como los crisantemos. Veremos si puede sobrevivir, al menos hasta la próxima celebración de Todos los Santos. En caso contrario, el año próximo tendremos que depositar las flores de invierno en el camposanto de los gobiernos difuntos.

Con flores a Mariano?