Ha querido la casualidad que el juicio sobre el mayor caso de corrupción política celebrado hasta la fecha que afecta de manera directa al Partido Popular haya coincidido con la investidura como presidente del Gobierno del principal responsable político del caso Gürtel. Mariano Rajoy estaba ahí cuando Francisco Correa se paseaba por la sede popular de la calle Génova de Madrid y Álvaro Pérez le organizaba los mítines en la plaza de toros de Valencia donde declaraba su admiración por Carlos Fabra y Francisco Camps.

Lo paradójico del caso es que a pesar de que las declaraciones en la vista oral de los principales acusados -tendentes a suavizar, en cualquier caso, su responsabilidad- hayan ayudado a cimentar las investigaciones que quedaron acreditadas en la fase de instrucción, aunque las condenas a los responsables políticos populares implicados sean más que previsibles y aunque su sede de Madrid fuese reformada con dinero negro procedente de empresarios -que a su vez obtenían contratos con administraciones públicas- los dirigentes populares actúan como si no tuviera importancia. Algo que ocurrió hace muchos años. La afirmación de Pablo Casado de que cuando se produjeron las graves corrupciones organizadas por altos cargos del PP él estaba en COU da la pista de por dónde van a ir las responsabilidades políticas en el Partido Popular.

El resultado de las últimas elecciones generales vuelve a constatar, una vez más, que a la mayoría de los votantes del PP les tiene sin cuidado el eterno peregrinaje por juzgados de media España de cargos y ex altos cargos populares. Aunque haya quedado acreditado en la fase de instrucción del caso Gürtel que la adjudicación de contratos a dedo o el enriquecimiento de primeras figuras fue la tónica habitual desde que el PP llegó al poder a mediados de los años 90, sus simpatizantes siguen considerando que es el mejor partido para gobernar España. Algo que resulta incomprensible si tenemos en cuenta que la corrupción dirigida desde los aledaños del poder máximo supone la negación de la democracia.

En la Comunidad Valenciana hay que reconocer a Isabel Bonig el desparpajo que tiene al acusar -a troche y moche- de desgobierno y de despilfarro al actual Consell. Pretender que los valencianos olviden la consecuencia que ha tenido la acción del Partido Popular en las tres provincias resulta, cuando menos, de una osadía deplorable. De nada ha servido repetir una y otra vez el nivel de corrupción que llevaron a cabo los populares en la Comunidad Valenciana o la deuda de casi 45.000 millones de euros que dejaron: si volviesen a repetirse mañana mismo las elecciones locales y autonómicas el Partido Popular se consagraría como el partido más votado. No con mayoría absoluta, pero sí el más votado.

Pero pasemos ahora a explicar lo que seguramente ha motivado que usted, estimado lector, esté leyendo este artículo. Vayamos, por tanto, al título y al hecho de si es verdad que yo comí con Álvaro Pérez.

El domingo, 8 de febrero del año 2009, mi mujer y yo comimos con unos amigos suyos, una pareja de Valladolid, en un conocido restaurante de Calpe. Suelen ser los pucelanos grandes conocedores de todo lo que tenga que ver con la comida y el vino y esta pareja no era una excepción. Mientras daban cuenta de una enorme fuente de gambas, que pelaban con una exactitud y maña como nunca he vuelto a ver, comenzaron a darnos una explicativa charla sobre las clases de vinos que se podían encontrar en las bodegas de Castilla y León, haciendo especial hincapié en las diferentes texturas y sabores, así como una exhaustiva descripción de los mejores platos para acompañar tan preciosos «caldos». Como a mí todo lo relacionado con la comida y el vino, que tan de moda están, siempre me ha aburrido bastante, no pude evitar distraer la mirada hacia un curioso personaje que estaba sentado un par de mesas más allá. Había comido en compañía de la que deduje era su familia pero por la razón que fuese se encontraba muy enfadado. Además había un par de chiquillos que no dejaban de ir de un lado a otro de la mesa. El hombre se sentó en un lado, solo, donde empezó a dar buena cuenta de unas natillas. Le entiendo perfectamente. Con las natillas pocas bromas y más si son caseras. Al no hacerle sus acompañantes mucho caso su enfado fue en aumento, lo que motivó que comenzara a decir blasfemias entre dientes mientras comía.

Cinco días después aquel hombre era puesto en libertad tras haber estado detenido 72 horas. Lo reconocí enseguida cuando lo vi por televisión. Era el hombre del restaurante.

Me podrá decir el lector que el titular de este artículo es engañoso e inexacto. Es cierto. Lo admito. Pero si usted es simpatizante del PP tal vez haya reflexionado, al leer los primeros párrafos, sobre el motivo de su apoyo.