En la solemnidad singular de Todos los Santos, este año en nuestra Diócesis revivimos las representaciones extraordinarias del Misteri d´Elx, la representación maravillosa de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma al cielo.

Todos los santos, todos los redimidos por Jesucristo, formamos una comunión, una unidad: Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia Santa en la que María es el miembro más excelso, la primera glorificada solemnemente por su Hijo.

Por esta profunda unidad, nosotros debemos sentirnos cercanos a todos los santos que, antes que nosotros, han creído todo aquello que nosotros creemos, esperado aquello que nosotros esperamos, sufrido aquello que nosotros sufrimos. Son nuestros hermanos. Y sus tesoros de santidad son bienes de familia.

Por esta misteriosa y profunda comunión, los santos y especialmente María, Nuestra Señora, están afortunadamente presentes, y mucho, en el camino de nuestras vidas.

Entre aquellos que son de Cristo, hay una persona que es «de Cristo» de un modo único e irrepetible: su Madre. Para esta criatura, Cristo no ha esperado a su venida final para unirla plenamente a su gloria; lo ha hecho enseguida; no ha permitido que su cuerpo conociera la corrupción, sino que la ha llevado plenamente junto a sí, asumiéndola en su gloria. Es esta una convicción de fe que en nuestra diócesis, concretamente en Elche, celebramos cada 15 de agosto con toda la Iglesia en una fiesta antiquísima, transformándose en más solemne, si cabe, cuando el 1 de noviembre de 1950 Pío XII declaraba la Asunción de la Bienaventurada Virgen María dogma de fe católica. En el día 1 de noviembre, cada dos años, recobramos marco adecuado y especial para celebrar esta verdad de nuestra fe, así como para sentir, tal como afirmábamos, la comunión, la cercanía de amor de Todos los Santos y ante todo de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra.

¿Cuál es la diferencia entre nosotros y Santa María, al frente y junto a todos los santos que celebramos? Ellos son bienaventurados ya en su estado, nosotros sólo en la esperanza. Aunque San Juan nos recuerda una verdad consoladora: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,2).

Nosotros somos ya aquello que un día seremos. Lo esencial está ya en nosotros, el reino de los cielos ya ha comenzado, somos hijos por el Bautismo, pero€ atentos€ hay que acoger tan gran don, colaborar con la gracia, atender a obrar «con temor y temblor» a favor de nuestra salvación, a «hacer el bien mientras tengamos tiempo» (Gal. 6, 9).

Tenemos ante nuestros ojos el decidir qué queremos hacer: si inhibirnos ante tanta crisis, ante nuestras obligaciones; si dejar pasar el tiempo o utilizarlo como el mayor de los talentos. «Caminad mientras tenéis luz» (Jn 12,35), nos dice el Señor: caminad, obrad el bien, mientras tenéis tiempo.

Mientras tanto, cada Eucaristía realiza una anticipación de nuestra entrada en la Jerusalén celestial y una comunión más estrecha con María y todos los santos. Bienaventurados aquellos entre nosotros -y esperemos que seamos todos- que sean invitados y sentados en aquella otra Cena del Señor: aquella en la que Él se dará a sus elegidos, sin más velos, ni símbolos, sino «cara a cara». Tal como María, desde su Asunción, vive para siempre en su gloria.