Permíteme, apreciado lector, que por una vez abandone la costumbre de utilizar mi tribuna para la crítica. Al menos de una forma directa. Ahora que desde hace años Halloween infesta estas fechas con sus calabazas luminosas y demás iconografía hasta en los colegios y organismos oficiales, quiero dejarte una breve pieza narrativa para que la leas, si lo deseas, esta noche, la de Difuntos; que es la genuina noche de terror hispánica, y no la del día 31, como por error se piensa. Aun cuando represente un grano de arena ante el furioso oleaje de la moda, ahí queda. Espero que no te disguste.

«Sacó el disfraz de zombi de la bolsa que lo protegía mientras se preparaba para la fiesta de esa noche. Primero iría con el resto de la pandilla al bungaló de Pedro, donde sus padres celebraban una fiesta de Halloween de altos vuelos. Éstos y sus amigos eran de esa clase de personas que cuidaban el más mínimo detalle. Encontraría disfraces suntuosos con ambientación de película de terror al más puro estilo del mejor director norteamericano del género. Luego, acabarían todos en la multitudinaria fiesta organizada por la Concejalía en la Casa de la Juventud. Nada que ver con la otra. Aunque un sinfín de copas los llevaría felizmente hasta que el cuerpo dijera basta.

Su madre, anciana como su padre, ya le había recordado la obligación que había contraído e iba aplazando a cada momento. -Fran, a ver si mañana se te va a pasar lo de llevar flores al abuelo. Me lo prometiste hace días. Sabes que nosotros no podemos, y que él insistió mucho antes de morir.

Tranquila mamá -repuso Francisco- que mañana sin falta me acercaré al cementerio.

Con las primeras luces del día de Todos los Santos cayó sobre su cama a plomo en estado catatónico. A eso de las dos de la tarde, su madre lo zarandeó con suavidad. -Fran, la comida está en la mesa. Es tarde. Y luego tienes que ir al cementerio antes de que cierren. Francisco ni se inmutó abismado como estaba en su sueño.

Tras fregar los platos y cubiertos de la comida, la madre se sentó a la mesa camilla en compañía de su marido para tomar el café. La tarde, que se había tornado cárdena y fría, declinaba mientras degustaban unos huesos de santo viendo la televisión. De reojo observaba sin quererlo el ramo de flores sobre el aparador, al tiempo que pensaba, desazonada, que a esas horas ya estarían cerrando la verja del camposanto.

Un regusto amargo, acre, le quedaba en la boca cuando, apagando la luz de la mesilla de noche, se arrebujó en la cama para dormir. Su marido roncaba con reciedumbre hacía ya un rato al compás del ulular del viento al pasar por las rendijas de las casa.

La sensación de que alguien se sentaba a su lado en la cama, inclinando su superficie, sacó a Francisco de su hondo letargo. Con los ojos entrecerrados por el sopor, recorrió los distintos objetos de su habitación en sombras. Detectó por el vaho de su aliento que la temperatura había bajado abruptamente de forma alarmante. ¿Qué estaba ocurriendo? No conseguía advertir nada, hasta que, al girar la cabeza hacia el lado hundido de la cama, descubrió con enorme sobresalto la figura. Allí estaba. Vestido con un traje gris. Tocado con un sombrero. Y sosteniendo en las manos el ramo que su madre había comprado hacía unos días. Su mirada acerada y profunda lo dejó entelerido. ¡El abuelo! Exclamó electrizado mientras escondía la cabeza bajo el edredón nórdico.

A la mañana siguiente, se despertó aturdido por los sueños confusos que había tenido. Ya se había aseado y vestido cuando oyó a su madre en el salón protestar por algo. -¡Las flores! ¿Dónde narices habéis puesto las flores que no las encuentro? Escuchó petrificado mientras contemplaba un ruedo de escarcha en un lado de su cama».