Sobre la muerte han recaído todos los tabúes que suponíamos fijados en la sexualidad: no hablar, no mostrar, no ver, ni pensar. Entre nosotros todas las formas de exposición del cuerpo humano están permitidas sin restricción alguna, salvo la del difunto. Los muertos se han convertido en obscenos y su presencia no se deja notar ni siquiera en los tanatorios, que a su vez no se dejan notar apenas en nuestras ciudades. Hace ya tiempo que Foucault había señalado esa transferencia de las represiones inconscientes desde la sexualidad a la muerte que nos caracteriza.

Pero esa desaparición social de la muerte no tiene como víctimas solo a los muertos. De hecho, nuestras sociedades son las primeras en la historia conocida de la humanidad que han postergado las ceremonias funerales a una importancia marginal. Y de ahí que todas las formas sociales de consuelo y acompañamiento se hayan desvanecido, convirtiendo el duelo no ya en un trance solitario y penoso, como siempre ha sido, sino en una experiencia de la soledad misma entre los vivos.

Los hombres somos los únicos seres vivos que experimentamos que las obligaciones con nuestros muertos no han terminado con su muerte, y que se extienden más allá, manteniéndose incluso después de que el muerto haya muerto. La muerte no implica, en ese sentido, un límite absoluto, pues los vivos todavía pueden beneficiar y honrar a sus muertos, aunque también ofenderlos y olvidarlos. Ningún otro animal experimenta algo parecido ante la muerte, ni puede sostener un vínculo semejante con sus muertos, ni a través de ellos mirar más allá.

La práctica de enterramientos es tan exclusivamente humana que el nombre mismo de «humano» se tomó del latín «humus», tierra. Así que la inhumación significa al mismo tiempo el enterramiento de los muertos y la «in-humanación» de los vivos: el afincamiento de los vivos en su esencia como humanos. Al dar sepultura, los hombres no solo cuidan de la única manera que les queda de sus muertos, sino que preservan en sí mismos lo humano frente a la muerte. Y de ahí también que quepa sospechar que el actual destierro de los muertos arrastre un desarraigo similar de lo humano en los vivos.

De la relación entre lo humano y el cuidado de los muertos puede pensarse lo que San Agustín dijo de Roma: no fueron los dioses a los que cuidaba los que la mantuvieron en pie, pero Roma se preservó mejor mientras cuidó de aquellos dioses.

No es necesario creer en otra vida, basta experimentar que al respecto de los muertos y aun después de su muerte nos quedan obligaciones absolutas que cumplir. La persistencia de tales deberes es la forma elemental con la que la muerte no supone para el vivo un límite absoluto, ni para el muerto el destierro de entre los vivos. Y de ahí que la primera y más absoluta de las obligaciones de los vivos con sus muertos consista en sepultarlos, en evitar la exposición y el abandono de sus restos: enterrar a un muerto es tanto como no desterrarlo ni excluirlo de la sociedad con los vivos compuesta de afectos y gratitudes, pero también de deudas y deberes.

A los vivos de los muertos apenas nos quedan su cuerpo y sus recuerdos, ambos vencidos ya por la separación. Reunir los restos en un lugar para impedir que se disgreguen es tanto como resistirse a la última consecuencia de esa separación irreversible: el olvido. Dar sepultura es la clase de abrazo imposible que ya no podemos darle al difunto, pero que nos deja hacer con su cuerpo lo que hacemos con sus recuerdos: guardarlos, venerarlos, reunirlos y resistirnos a que se desvanezcan mientras nosotros mismos nos mantengamos en pie.

Sepultar a los muertos es «hacerles sitio» en el mundo de los vivos y negarse a su destierro. Y en un doble sentido: se les hace sitio porque se convierte el mundo en un lugar donde caben los muertos; y se les hace sitio porque se les localiza en la sepultura, se les pone en un lugar que pasa a cumplir las funciones postmortem del cuerpo, pues señala la localización donde cabe ir a encontrar al muerto. Por eso aquel lugar pasa a tener el nombre del muerto y se excluye de cualquier otro uso, y se separa del resto de lugares indiferentes, y se cuida y se mantiene reconocible la señal de todo aquello, con frecuencia inscrita en piedra, para que no se olvide ni se borre.

Pero cuando vamos al lugar donde cabe buscar al muerto, lo que encontramos es precisamente que el muerto no está, es decir, que el muerto está muerto. Lo que la sepultura localiza y convierte en lugar es su ausencia. Dar sepultura es «dar lugar» a una ausencia. Y sin embargo, allí aquella ausencia tiene una fuerza incontestable, y se convierte casi en un clamor que llega al cielo. En la sepultura lo que cabe hallar es al muerto en tanto que muerto, es decir, una ausencia tanto más flagrante cuanto que se produce en presencia de los restos de lo que fue el cuerpo amado del muerto. Y de ahí que la sepultura sea la huella monumental de una falta, de la ausencia invencible de aquellos que le faltan al mundo para que sea el nuestro, el de nuestra vida completa.

Homero nos enseñó que a los hombres como a Ulises se les reconoce por sus cicatrices. A eso vamos hoy muchos de nosotros a los cementerios: a reponer sobre el mundo y sobre nosotros la cicatriz que dejó la muerte de aquellos a los que amamos, a no dejar caer en el olvido sus vidas ni el desconsuelo de su ausencia; y algunos, además, vamos a mirar esperanzados «más allá» a través de ellos y de sus recuerdos.

Y allí vamos. A pedirle peras al olmo, a sembrar flores sobre la piedra, a reencontrarnos con nuestros muertos. Llevaba razón Nietzsche cuando dijo que dar sepultura es alentar aunque sea desesperadamente el deseo del reencuentro: solo la resurrección haría justicia a lo que las sepulturas expresan que los hombres sienten de sus muertos.