El deficiente y precario cosido parlamentario que ha dado la Presidencia del Gobierno a Mariano Rajoy queda al albur, según palabras del propio Rajoy, de un ejercicio de negociación día a día en el Parlamento, que tiene como telón de fondo la pretensión de alargar la estabilidad del Gobierno más allá del voto de investidura, concedido tanto por la vía del sí, como de la abstención.

Una vez alcanzada la Presidencia del Gobierno, la Constitución, siguiendo el modelo parlamentario alemán, otorga al Presidente dos escudos para mantenerse al abrigo de veleidades parlamentarias: el primero, la moción de censura, consiste en que un Presidente que es elegido por mayoría simple en segunda votación (como es el caso de Mariano Rajoy), sólo puede ser objeto de censura y, por tanto, obligado a dimitir de su cargo, en el caso de movilizar en su contra una mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados que incluya un candidato alternativo. El segundo, la cuestión de confianza, es el instrumento en manos de Rajoy para plantear una votación sobre su programa o sobre una declaración de política general. Caso de no otorgarse la confianza, el Presidente del Gobierno estaría obligado a presentar su dimisión, procediéndose a una nueva designación de Presidente siguiendo las reglas previstas para la Investidura.

La doctrina y los precedentes parlamentarios de estas dos figuras suelen apuntar a que están concebidas para mantener la estabilidad gubernamental: La moción de censura, porque es altamente improbable que se lleve a cabo, entre otras cosas, por la dificultad de contar con un candidato alternativo que concite la adhesión de una mayoría absoluta del Congreso. La moción de confianza, porque, siendo iniciativa del Gobierno, solamente la solicitará cuando esté seguro de ganarla, como ha sucedido en las dos únicas ocasiones en que se ha planteado en la reciente etapa democrática: Adolfo Suárez para resolver la crisis en su propio partido, la UCD, y Felipe González, para superar la falta de una mayoría suficiente, ante la impugnación de algunos de sus escaños (a las que habría que añadir la recientemente planteada en Cataluña por Puigdemont, con el mismo resultado positivo).

Sin embargo, dadas las especiales y contradictorias circunstancias que han forzado la investidura de Mariano Rajoy, junto a las complicaciones derivadas de la presencia de los nuevos partidos y los problemas internos que les afectan, la moción de confianza se puede convertir -y probablemente así ocurrirá- no en un instrumento para aglutinar una mayoría en torno al Gobierno, sino en la Espada de Damocles que penderá sobre los partidos, y la excusa para, caso de negarse la confianza al Gobierno, proceder a la convocatoria de nuevas elecciones.

El principal damnificado de esta inversión inopinada de los efectos de la moción de confianza es, sin duda, el Partido Socialista. Mientras el PP parece haber alcanzado por ahora todos sus objetivos (dividir a la izquierda potenciando a Podemos, dividir al PSOE y laminar a C's) y tener a su favor, según las encuestas, la posibilidad de alcanzar una mayoría aún más amplia si se convocaran nuevas elecciones, el Partido Socialista, descabezado, dividido y bloqueado, ha quedado prisionero de la estrategia del PP y tiene ante sí el dilema permanente de apoyar al Gobierno en todo o ir a elecciones en condiciones de extrema debilidad.

Por tanto, por mero instinto de supervivencia, el PSOE debería romper esa lógica si no quiere romperse a su vez en pedazos. La única vía que le queda, a mi modo de ver, es admitir abiertamente que el partido está dividido y que esa división sólo puede ser superada, transparentemente, en un Congreso, no convocado ad calendas grecas, sino en el menor tiempo posible, con el fin de dilucidar de una vez por todas su proyecto y armar un liderazgo. Este camino está marcado por la imponente demostración de voluntad política de la militancia del partido socialista, que lo está exigiendo.