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Bartolomé Pérez Gálvez

Sembrando vientos

En política, los debates pueden ser excesivamente broncos. Eso sí, una vez concluido el rifirrafe, seguro que llegará la calma. Por mucho que Albert Rivera pueda haber llamado gilipollas a Pablo Iglesias durante la sesión de investidura de Mariano Rajoy, no dejarán de tomarse juntos un café. Más sonoro fue el «sinvergüenza» que le dedicó María Dolores de Cospedal. Nada especial porque, al fin y a la postre, no es más que el atrezzo al que están habituadas sus señorías. Es parte del espectáculo. Muchos saben del buen rollito que acaban manteniendo después de darse caña. Ya hace años que algún magistrado advirtió que, el insulto en la política, forma parte del juego. Simple explosión emocional, sin más importancia.

El problema es que en la calle no se interpreta así. El populacho es más visceral y no siempre se muestra capaz de contextualizar la refriega dialéctica. No es extraño que las palabras puedan ser mal dimensionadas y llevadas al extremo. Lo jodido es que sus señorías lo saben y, aun así, no tienen conciencia de los riesgos. O, aun peor, teniéndola hacen un uso intencionado de estas situaciones. El Congreso es un foro de negociación política; no un teatro en el que, los espectadores, damos significado a los discursos según nos venga en gana. Son ellos, los diputados, quienes tienen la obligación de ser consecuentes con los efectos que producen sus palabras fuera del hemiciclo. Y es que, tanto como el número de gilipollas o sinvergüenzas que pudieran ocupar un escaño, debería preocuparnos el de irresponsables. Incluso más.

La historia del Congreso de los Diputados recoge algunas desacertadas manifestaciones que acabaron mal, muy mal. No fue Pablo Iglesias -el otro, el original- quien disparó contra Antonio Maura, como tampoco Galarza asesinó a Calvo Sotelo. Sin embargo, ambos lenguaraces propusieron la idea desde la tribuna. Aun sin tener la autoría material, es lógico que se les atribuya la intelectual. Bastó la chispa para que otros materializaran unos actos que, tal vez, no fueran los que realmente deseaban ambos diputados. Eran otros tiempos, de acuerdo, pero solo hemos cambiado en las formas, porque seguimos llevando el carácter impulsivo -y hostil ¿por qué negarlo?- en nuestro genoma.

Podrán estar de acuerdo, o no, con los calificativos que Rivera y Cospedal han dedicado a Iglesias. Sea como sea, no está el patio para soltarlos en sede parlamentaria y generar más conflicto. Bastante tenemos ya con las intervenciones de quienes, como el portavoz de ERC, Joan Tardá, optan por seguir avivando el fuego de la confrontación. Cuesta entender algunas perlas dialécticas como eso de que «no aceptaremos la castración química ni la violencia judicial». Es obvio que nadie ha planteado esterilizar a los catalanes, como tampoco hay prueba alguna de esa violencia que atribuye al Poder Judicial. Supongo que se trata de metáforas superlativas pero, una vez más, utilizadas con el incuestionable objetivo de caldear el ambiente; en otros términos, de seguir sembrando vientos favorables a sus intereses.

Pero si alguien domina el arte de calentar al personal es, indudablemente, el propio Pablo Iglesias. «Hay más delincuentes potenciales en esta Cámara que allí afuera», espetó el nuevo mesías de la izquierda española. Es obvio que 350 «delincuentes potenciales» -nadie queda excluido de esta potencialidad- nunca podrán ser más que los millones de ciudadanos que hay fuera del Congreso. La cuestión era buscar el titular que le aportara ese protagonismo mediático que no le otorgan sus 67 escaños. Como de costumbre lo consiguió.

Iglesias sabe bien la repercusión que sus palabras tienen en la calle. Es consciente de ello y no muestra intención alguna por limar asperezas sino, bien al contrario, amplifica su dimensión. Cada intervención suya se dirige a lanzar proclamas que serán recogidas, sin la adecuada contextualización, fuera del hemiciclo. Lo mismo da un escrache a Cebrián y González -un «gesto democrático», dijeron- que volver a rodear la sede de la soberanía popular, la misma que se arroga representar en condición de monopolio. Es la vuelta a «la calle es mía», aquella frase que utilizara Manuel Fraga en tiempos del franquismo. Unos reprimiendo; los otros, amedrantando.

Que Unidos Podemos y la Coordinadora 25-S son lo mismo, no hay duda por más que insistan en negarlo. Coinciden en cada término utilizado. Basta con comparar las proclamas de Iglesias y los manifiestos de los convocantes. Esta vez dicen protestar contra una «investidura ilegítima» que nace de un «golpe de la Mafia». El mismo argumento que ha defendido Iglesias, aprovechando los instrumentos que le ofrece el sistema democrático del que reniega. De este modo deja en manos de terceros la intimidación social. Tarde o temprano, Errejón y los suyos quedarán aislados en la defensa de la acción política desde las instituciones. El poder se aleja y el populismo siempre acaba por mostrar su vacío de contenidos. Solo con bronca puede obtenerse algún beneficio. Una vez más, a tirar la piedra y esconder la mano.

Tardá, Iglesias y compañía, aprovechan la tribuna para promover la confrontación. Son conscientes de que el odio vuelve a estar presente y es buen caldo de cultivo para sus pretensiones. En este ambiente, los partidos constitucionalistas están obligados a manejar la situación con más tacto. Ni insultos -por livianos que sean- ni desplantes. Por el contrario, es hora de poner en práctica un mucho de pedagogía política. Explicar antes de actuar y no dar la callada por respuesta, que populares y socialistas parecen no aprender de los errores. Y, por supuesto, imponer el orden y el respeto en el parlamento. Porque la democracia, con todos sus defectos, siempre será más justa que la intimidación.

Quien siembra estos vientos, deberá estar preparado para recoger las tempestades. Aunque posiblemente sea eso lo que algunos persiguen ¿No se tomaba el cielo por asalto, en vez de por consenso? Pues en ello están. Eso sí, con las brisas que otros, con su arrogancia, les regalan.

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