Existe una curiosa fascinación hacia las fórmulas clásicas en algunos de los nuevos partidos. Quizá sea como consecuencia de la formación en ciencia política de sus principales líderes. Si es por este motivo, no deja de sorprender que no hayan reparado en el final al que indefectiblemente conducen sus estrategias. Es posible que no, en cuyo caso todo responda a una ignorancia excusable. Pero si lo saben y a pesar de ello insisten, el asunto cobra una dimensión calificable de temeraria.

Pretender ser depositario de la legitimidad de la actividad política; esgrimir una ideología que confiera una autoridad absoluta frente a las demás; defender la politización de toda la actividad ciudadana; patrocinar el monopolio de la representación auténtica; creerse que se encarna el sistema, excluyendo a cualquier otra alternativa posible; abusar de la propaganda a través de gestos y continuados golpes de efecto; fomentar el culto a la personalidad del líder, preferentemente único; o perseguir la transformación revolucionaria de la sociedad como objetivo histórico, son caracteres genuinos del totalitarismo, descritos con fidelidad por algunos de sus más eximios observadores, como Arendt, Maritain o Aron.

Cuantas naciones han sucumbido a este aciago fenómeno, han experimentado sus devastadores efectos. Sin excepciones. Ya sea de una orientación o de la contraria, los totalitarios lo único que ambicionan es llegar como sea al gobierno, con ansiosa impaciencia, algo que, desde Platón, se viene considerando como lo peor, frente a aquellos Estados cuyos futuros gobernantes se acercan a sus deberes con menor entusiasmo, razón por la que están destinados a contar con la mejor administración y la más tranquila.

Por descontado que existen diferentes grados de totalitarismo. Sin embargo, coinciden todos en el uso de la propaganda para profetizar, bajo apariencia pseudocientífica, un imaginario más seductor para el público que el mundo real, erigiendo conspiraciones de diverso cuño que requieren de una defensa por parte del pueblo, de la gente, de la calle. No existen las personas individuales en este contexto, sino el colectivo que participa en sus movilizaciones, que aunque sea limitado en número y desde luego notoriamente inferior a la mayoría social, es el receptor de la legitimación política por el mero hecho de salir de manifestación o de protagonizar un pogromo.

Resulta sencillamente inexplicable que en Europa, donde hemos sufrido tanto dolor como consecuencia de los totalitarismos de uno u otro signo, no nos hayamos aún vacunado frente a ellos. Ni que hagamos uso de las herramientas legales para impedir sus nuevos brotes. Nos ha costado liberarnos de ellos millones de muertos y décadas de reconstrucción. Los países en los que perviven los rescoldos de este calamitoso sistema, se abaten todavía entre la miseria y el miedo.

Que un escenario así cautive aún a alguien, constituye a mi modo de ver un enigma insondable. No soy capaz de entender cómo es posible que no se vea que estos extremismos se llevan por delante a sociedades enteras de un plumazo. Ni tampoco que no se comprenda por todos que al margen de ellos existen infinidad de propuestas ideológicas sensatas.

En el último fotograma de El Gran Dictador de Chaplin, cuando Hannah dirige su mirada al cielo con esperanza, lo hace tras escuchar el discurso del barbero judío disfrazado de tirano en el que anuncia la salida de la tinieblas hacia la luz, caminando hacia un mundo en el que los hombres se elevarán por encima del odio, de la ambición, de la brutalidad.

Ojalá no tengamos de volver a recordarlo.