«Extranjero en su propio país.

Extranjero en cualquier parte»

Otros hombres. Manuel Lamana

Me gustaría empezar estas líneas con una confesión.

En mi etapa universitaria, hacia la primera mitad de los años 90, maduré la idea de abandonar la Facultad de Derecho de Alicante para irme a vivir al País Vasco. Yo había leído en algún periódico que numerosas candidaturas municipales del PSOE no podían cerrarse por la ausencia de candidatos. En algunas poblaciones vascas y navarras la presión del entramado etarra era tan fuerte que nadie quería asumir el riesgo de ser concejal socialista. Todo lo que tenía que hacer era, pensaba, abandonar aquella aburrida facultad de provincias, las pocas personas que conocía, una novia que no me soportaba y marcharme a vivir a alguno de aquellos pueblos marcados por el odio para plantar cara al terrorismo como concejal del PSOE. La táctica hubiese sido la misma que con posterioridad he utilizado varias veces a lo largo de mi vida. También en mi forma de viajar: presentarme en cualquier lugar sin billete de vuelta. Lo demás -encontrar un piso y algún trabajo- ya se vería.

Hace unos días se cumplieron cinco años del fin de ETA. Cinco años del comunicado con el que la banda terrorista asumió que la utilización de la violencia no había servido para conseguir ninguno de sus hipotéticos fines. Y digo hipotéticos porque desde que en España se restableció la democracia cualquier atisbo de justificación del uso de la violencia que algunos pudieron haber tenido durante la dictadura franquista se desvaneció definitivamente. El terrorismo de ETA y su supuesta ideología fue una buena manera de esconder las prácticas de un grupo mafioso, el aprovechamiento de ello que algunos obtuvieron y una justificación al silencio y al miedo a hablar que tuvieron otros muchos.

Aunque el recuerdo de los asesinados sea algo omnipresente no debe obviarse que el hecho de que ya no se produzcan asesinatos es un gran logro de toda la sociedad española y un éxito también del proceso dirigido por un Gobierno socialista al que el Partido Popular puso todas las trabas posibles, rompiendo con ello la unidad de los partidos ante el terrorismo de ETA y enfrentando a unos españoles contra otros. Aún estamos esperando una disculpa del Partido Popular.

Cuenta Edurne Portela en su último libro (El eco de los disparos. Cultura y memoria de la violencia. Galaxia Gutenberg 2016) que el terrorismo de ETA perduró y se extendió gracias a una ley del silencio que durante años imperó en el País Vasco. Varias generaciones de vascos crecieron en medio de una violencia normalizada, en una sociedad indiferente a la violencia a pesar de que era algo necesariamente presente. ¿Por qué esa indiferencia?, se pregunta Portela. El movimiento abertzale consiguió que se viera a las víctimas de la violencia enmarcadas en el concepto de «el otro», personas distintas a las que no importaba lo que las pasase.

Buena parte de los dos millones de habitantes del País Vasco vieron normal que dos mil personas tuviesen guardaespaldas. Con su actitud pasiva se convirtieron en cómplices de la violencia de ETA y de la violencia cotidiana que sufrieron todos aquellos que fueron identificados como enemigos. Esa indiferencia en la que muchos cayeron aceptando la violencia como algo normal fue un aspecto básico para el nacionalismo radical. Al extenderse la idea de que algo habrían hecho para merecer la violencia de ETA, los indiferentes se convirtieron en cómplices de los terroristas y sus grupos de apoyo que no dudaron en extender aquel horrible y miserable pensamiento de la socialización del sufrimiento.

Frente a la construcción de una verdad confortable hecha a base de palabras neutras -nos dice Portela- en la que se trate de esconder la actitud de mirar hacia otro lado que mantuvieron muchos vascos durante los años del fascismo etarra, la cultura juega un papel fundamental. La cultura entendida como un baluarte contra los eufemismos que tratan de construir un victimismo para situar al nacionalismo vasco «acorralado por la injerencia extranjera». La cultura entendida como crítica permanente al silencio impuesto por los violentos en el que el nacionalismo vasco moderado se acomodó mientras otros luchaban por la libertad y la democracia.

Durante los años de plomo de ETA conocí varias personas del País Vasco cuyos padres se habían hecho millonarios mirando para otro lado y aprovechándose de que no hubiese libertad de empresa efectiva o de que la administración vasca hiciese la vista gorda en determinadas situaciones. Ganaron dinero pero perdieron la dignidad. Personas que jamás hablaban de ETA ni de los asesinatos y que vivían en una realidad paralela construida con estereotipos muy manidos.

Resulta imposible creer que la indiferencia, querida o impuesta, y la normalización de la violencia que hubo en el País Vasco no hayan afectado de una manera profunda al desarrollo cognitivo y a la capacidad de empatía de todos aquellos que nacieron y crecieron en medio de la violencia viviendo como si a su alrededor no pasase nada.