El entusiasmo por la unión de los países europeos no es nuevo. El 5 de septiembre de 1929 y ante la Liga de las Naciones, Aristide Briand, primer ministro francés, propuso una unión federal de Europa que fue apoyada inmediatamente por los 26 delegados europeos. Se trataba de una integración económica que supondría la supresión de fronteras y aduanas. En particular, la propuesta fue recibida con entusiasmo por el ministro de asuntos exteriores alemán Gustav Stesemann y el inglés Austen Chamberlain, promotores del Acuerdo de Locarno y receptores conjuntamente del Premio Nobel de la Paz.
Todo iba bien y entre septiembre de 1930 y octubre de 1931 funcionó la Commission of Enquiry for European Union dispuestos a llevar a cabo la dicha unión, básicamente económica como digo. Eran otros tiempos. En parte, creo.
Porque el 29 de octubre de 1929 se había producido el «Crash del 29», cuyo aniversario conmemoraremos en unos pocos días, y las condiciones económicas de Europa y los Estados Unidos se fueron deteriorando de forma notable, en especial para los más vulnerables.
Desde 1921 Adolf Hitler era el líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP). Estos nazis lo refundarían en 1925 (Franz Xaver Schwarz fue el tesorero nacional que reconstruyó su estructura económica y administrativa) y que sería el partido más votado, aunque solo con mayoría simple en las elecciones de 1932. Adolf Hitler sería nombrado canciller, en minoría parlamentaria, en 1933. Ahí empezó todo a verse con sus verdaderas caras.
La historia no se repite, ni en comedia ni en tragedia. Pero sí permite hacerse algunas preguntas sobre lo sucedido. Primero, el aparente (y tal vez real) optimismo de algunos políticos no excesivamente conectados con la cruda realidad circundante. Políticos de élite, avezados diplomáticos, brillantes oradores, dispuestos a mejorar las condiciones de sus conciudadanos que, a lo que parece, pasaba por suprimir las barreras económicas que separaban a los países europeos, todavía renqueantes de lo que había sido la Gran Guerra que después sería llamada Primera Guerra Mundial, ya que hubo una Segunda.
Supongámoslos racionales: ponían los medios que juzgaban que mejor llevarían al fin de la política, que es el bien común o el interés general. Alguna rebajilla habría que hacer al caso, pero su mayor problema es que, en condiciones económicas particularmente adversas, lo que priman son los sentimientos, no las razones. Y el sentimiento nacional es uno de ellos, más si viene bajo tintes religiosos. Digo religiosos no en el sentido de confesionales sino en el de incluir dogmas indemostrables y grandiosos, rituales colectivos como las grandes manifestaciones que fomentan la identidad igualmente colectiva (el individuo se sumerge en la masa), organizaciones «eclesiásticas» y signos distintivos. Distintivos frente a otros que, en la cada vez más obvia lucha entre el Bien (nosotros) y el Mal (ellos), sirven para marcar los bandos con claridad y se convierten en instrumentos útiles para la confrontación... que es exactamente lo contrario de lo que promulgaban los tal vez bienintencionados políticos de la Liga de las Naciones.
Lejos de mí la funesta manía de encontrar en lo económico al determinante en última instancia de todo acontecimiento. Pero resulta poco discutible que en el fracaso de aquel proyecto de «Unión Europea», algo tuvo que ver la crisis económica general (que esa sí que no conocía fronteras) y los fenómenos políticos que la acompañaron y que terminarían haciendo crisis en la llamada Segunda Guerra Mundial.
No es el caso ahora, después de Lehman Brothers y temiendo al Deutsche Bank. Lo que domina ahora es el pesimismo. General sobre lo que puede suceder y particular sobre el futuro de la ahora ya existente Unión Europea cuya continuidad está en franco peligro y proliferan las propuestas para seguir los pasos del «Brexit» (el Front Nacional, que podría ganar las elecciones francesas del año próximo, no es el único que lo propone: también en Holanda) o, al menos, para entrar a saco en sus instituciones en un proceso que tendría poco de reforma y mucho de ruptura.
Hay, sí, movimientos poco democráticos incluso bajo capa de democratismo extremo, pero, de momento, casi nadie se atreve a pronosticar un auge violento aunque sí Guerra Fría. Pero tampoco (casi) nadie se atrevía a vaticinar el hundimiento de la Unión Soviética y ya ven qué queda de aquellos polvos: estos lodos.
Quien se ha escaldado con anteriores pronóstico, del agua fría huye. Pero insistiré sobre uno de los elementos de aquel entonces que se pueden encontrar en la actualidad: el descrédito de la democracia liberal.