Lamento decir, pero no me disculpo por decirlo, que de nada valen nuestros artículos sobre esto y aquello mientras no convengamos todos en que el primer asunto del que todos deberíamos escribir un día y otro es aquel que condujera a concienciarnos sobre la Educación, fundamento y problema causal de todos los demás temas del hombre en convivencia. Sin Ella -sin la erradicación de la ignorancia y la institucionalización del aprendizaje como fin- todos los demás asuntos no existen más que como estructuras en ruinas que impiden construir el edificio del bienestar ético.

La importancia de la educación (del libro como difusor de la cultura) puede deducirse de lo que supuso Gutenberg con su imprenta: un cambio en la interpretación del mundo al mirarlo desde una conciencia interrogativa y responsable. Llevó al destierro la ignorancia y la tiranía del pensamiento uniformado, propiciando el Humanismo de Erasmo y la Reforma de Lutero.

Estos dos movimientos mostraron, junto con la visión de Copérnico, que no es un Dios, sino el hombre, el demiurgo de todas las cosas; que solo el hombre recto es ético y evita la corrupción en la que cae la sociedad -esa por la que transitaba Diógenes en pleno día buscando con su lámpara un hombre justo-. Cuánto Diógenes hace falta en la España de hoy; y no parece que este vaya a ser Rajoy, ni Iglesias, por mucho que rece en ellas el ciudadano.

La corrupción empieza cuando se corrompe el pensamiento y se disturbian las premisas del silogismo: primera premisa es que la causa es anterior al efecto y que sin ella nada existiría; por lo tanto: sin el voto del votante no existirían quienes lo representan. O lo que es lo mismo: quien traiciona la intención del votante (esto es lo que acaba de ocurrir en el PSOE) es un corrupto. Saltarse la cadena lógica tal vez sea un atajo hacia la solución de un problema: pero incluso una ley errónea debe respetarse hasta que se deroga y sustituye por otra. Si no, todo cuanto venga tras ella seguirá el rumbo que señaló La Fontaine cuando dice: «No admitir el primer error es cometer otro que oculte el primero».

De poco sirve evitar las consecuencias si no se eliminan las causas. Las causas del malestar de la política se condensan en una: el fracaso de los políticos y la impunidad de los fracasados, quienes deberían abandonar sus cátedras tras haberlas desinfectado; y la consecuencia se resume en la corrupción de las instituciones, ejemplos para el individuo y el grupo social, que ya no distinguen entre la verdad y la mentira y toman las promesas como profecías.

«Los que parecen rostros son máscaras», decía Quevedo. Y Larra, mostrando que tal verdad sigue vigente, y sin temor al plagio, repite dos siglos después: «El mundo todo es máscaras». Pero lo tristemente triste es que tal fraude es universal, puesto que ya había escrito Montaigne: «Quitarse deben las máscaras a las cosas y a los hombres».