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Bartolomé Pérez Gálvez

La vida según Groucho

Reconozco mi simpatía por el pensamiento marxista-grouchista. Como podrán suponer, me refiero a los postulados de Julius Henry Marx. Nada que ver con su homónimo Karl, al que solo une su común origen judío. No lo tomen por payasada, que el gruñón del bigote pintado supo diseccionar perfectamente algunos de los rasgos más crudos de la conducta humana. La doctrina de Groucho es universal y compatibiliza perfectamente con cualquier ideología, si aún sobrevive alguna. Y aunque ciertas opiniones sean más que discutibles -su machismo era tan incendiario como el de Donald Trump-, pueden acabar convenciéndonos de que también hubiera merecido un Nobel. ¡No iba a ser menos que Bob Dylan!

Con el mismo acierto que tuvo Maquiavelo describiendo a la sociedad renacentista, Groucho Marx retrató las miserias de la contemporánea. Resaltó con ironía la crisis de las creencias («todo el mundo debe creer en algo; yo creo que voy a seguir bebiendo, discúlpenme») en la que triunfa el materialismo («la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna»). La política no quedó al margen de su sarcasmo. La definió como «el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». No es un razonamiento de Aristóteles ni de Weber pero, en todo caso, no puede negarse que el concepto describe a la perfección el comportamiento actual de muchos políticos.

En ciertos asuntos fue también un visionario. Cuando apenas empezaba a conocerse la televisión, ya preveía la bazofia en la que acabaría por convertirse. Pero el invento debía tener algo de positivo y supo encontrarlo. Con su habitual cinismo, afirmaba que la televisión era muy educativa. Y es que, cada vez que alguien la conectaba en su presencia, él prefería marcharse de la habitación y leer un libro. Imaginen cuánta literatura devoraría si viviera aún. Porque la caja tonta sigue siendo tan tonta como siempre. Tal vez un poco más, que la telebasura crece de modo exponencial.

Más allá de su tono mordaz, el ideario marxista-grouchista no tiene nada de cómico. Con la conocida proclama de «parad el mundo que me bajo», se evidenciaba una deriva social ciertamente alarmante. De hecho, una de las principales preocupaciones de Groucho Marx era la pérdida de los valores humanos. Para él, la honestidad y el juego limpio constituían el secreto de la vida. No son cualidades que se derrochen con frecuencia. Quizás por ello, Groucho auguraba un futuro prometedor a quien disfrutara de ellas. Otra cosa es que su propuesta fuera algo canalla («si puedes simular eso, lo has conseguido»), dejando entrever un punto de maquiavelismo. Dudo que éste fuera realmente su interés, sino más bien una crítica al modo en que muchos fingen disponer de una falsa integridad moral. Para detectar a estos impostores también ofrecía su particular receta: «preguntárselo. Y si responde que es honesto, entonces sabes que está corrupto». Buena estrategia para los tiempos que corren.

El ser humano es excesivamente laxo con sus criterios morales. Hasta los más íntegros cambian según les viene en gana. Basta con encontrar un argumento que tranquilice la conciencia. Con una de sus más conocidas frases («Estos son mis principios; si no le gustan tengo otros»), Groucho Marx llamaba la atención sobre esta moral tan voluble. Hoy, como entonces, los criterios éticos y morales varían según orienten los intereses personales. Y no es una característica exclusiva de nuestros denostados políticos, sino un mal endémico de esta sociedad. Con estos mimbres, no es de extrañar que la Humanidad ande por malos derroteros («partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de miseria»), según proclama el pensamiento grouchiano.

Supongo que, en más de una ocasión, alguien les habrá negado la mayor antes de permitirles exponer sus argumentos. Digan lo que digan, siempre encontrarán un «no» en su boca, incluso antes de atender a ninguna consideración. Se trata de ese tipo de fulanos que los psiquiatras etiquetamos de pasivo-agresivos y que, en términos coloquiales, vienen a denominarse tocapelotas. Para quienes todo les parece mal, Groucho también tuvo un recuerdo: «todavía no sé qué me vas a preguntar, pero me opongo». Cuidado con ellos porque no actúan así por temor o precaución, sino para obstaculizar cualquier idea ajena. Aplíquenles otro conocido aforismo grouchiano («puede parecer un idiota y actuar como un idiota. Pero no se deje engañar. Es realmente un idiota») porque, posiblemente, acertarán.

Ya ven que este Marx neoyorquino era cáustico en sus opiniones, pero también ofrecía consejos de prudencia. En ocasiones es más favorable evitar el conflicto estéril, la batalla que no nos lleva a ninguna parte. En estas situaciones puede ser útil recordar que «es mejor estar callado y parecer tonto, que hablar y despejar las dudas definitivamente». Llegado el caso, tampoco es mala idea acabar por ignorar al contrincante. Con una contundente respuesta («la próxima vez que lo vea, recuérdeme no saludarlo»), el asunto queda zanjado. Ya ven, soluciones hay para todo.

«Tengo la intención de vivir para siempre, o morir en el intento», dijo Groucho. Pues de eso se trata. Retar a la vida, disfrutar de ella y reírse un poquito, que buena falta nos hace.

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