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Crónicas precarias

Motín en Disneyland

Os propongo un juego. Las reglas son sencillas: consiste en informarse durante más de diez minutos sobre lo que realmente son los CIE y, a continuación, seguir apoyando su existencia. Es imposible, haced la prueba. ¡Pam! Un mecanismo en el cerebro salta y ya no hay marcha atrás. Será porque son cárceles racistas. O por las denuncias de violaciones de los derechos humanos que reciben sistemáticamente. O quizás porque las personas allí retenidas no han cometido ningún delito y están encerradas por no tener sus papeles en regla.

La cuestión es que acercarse al horror de los CIE implica descubrir que convivimos diariamente con pequeños campos de concentración en nuestras ciudades. Campos de concentración en tu barrio, al lado del colegio de tus hijos. Campos de concentración que puedes esquivar con la mirada mientras viajas en autobús. Una de las grandes infamias el siglo XXI envuelta para regalo. Un bochorno que pagamos entre todos, otra vergüenza colectiva.

Imagínate salir cada día de casa sin saber si vas a regresar o vas a ser arrestado en una redada de perfil étnico. Caminas hacia el trabajo, bajas a comprar el pan, a tomarte un café, a dar un paseo? y acabas atrapado en el limbo. ¿Después? Si tienes suerte, en un máximo de 60 días vuelves a la calle (hasta la próxima vez que te paren). Si no, deportación.

También puede ser que yo haya sido víctima de una tremenda conspiración y estos recintos sean los confortables y acogedores centros de los que se habla oficialmente. Los lugares más felices de la Tierra. En ese caso, es probable que los inmigrantes que hace poco se pasaron una noche entera en el tejado del CIE de Aluche (Madrid) pidiendo «libertad» y «dignidad» estuvieran quejándose porque las almohadas que les habían proporcionado no les resultaban suficientemente mullidas.

Esta hipótesis también explicaría que no dejen a ningún medio grabar en su interior y que restrinjan tanto las visitas: a ver si nos enteramos de que los allí recluidos disfrutan de piscina de bolas, futbolines y barra libre de mojitos y acabamos todos exigiendo que nos encierren a nosotros también. La opacidad es para que no tengamos envidia, malpensados. Bueno, el CIE de Valencia lleva cerrado una temporada por una plaga de chinches, pero debe de ser la típica plaga de chinches que azota a los hoteles de lujo y los balnearios glamurosos. Y en otro de los centros murió una chica gravemente enferma por no recibir la medicación necesaria a tiempo (le arrearon paracetamol y gracias) pero, ¿a quién no le ha pasado eso alguna vez?

Los inmigrantes también tienen aquí su parte de culpa, no os creáis. Los muy cabezones se empeñan en no morirse en el mar. ¿Y las buenas gentes de España, qué? Como siempre, nadie se preocupa por nuestros deseos y necesidades. A nosotros lo que nos gusta es verles en su travesía, asustados, sufriendo, ilusionados... Conmovernos cuando hay un gran naufragio o vuelca una patera y se ahogan. Así una puede sentir pena y compasión tranquilamente. Un ratito de concienciación, comentar lo injusta que es la vida -«ay, pobrecillos»-, lavarse los dientes y a dormir. Pero nada, algunos en vez de cooperar deciden sobrevivir, llegan a nuestro territorio e intentan reconstruir su existencia desde cero. Y oye no, aquí no todo vale.

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