El siglo XX empezó siendo el siglo de los ideales revolucionarios. En las revoluciones del 17 en Rusia y del 68 en Francia los ideales políticos y culturales incluyeron desde el paraíso proletario de la sociedad sin clases a la liberación sexual y la igualdad de los derechos civiles. Pero los doscientos años revolucionarios que se abrieron en 1789 con la revolución francesa, se cerraron de golpe en 1989 con la caída del Muro y las revueltas populares que liberaron a los países del este europeo de la fraternal tutoría soviética.

El relevo ideológico lo había tomado la conciencia utópica de un ideal asumido como imposible, pero sostenido como horizonte y guía para la consecución de progresos parciales y metas provisionales. Esa renuncia implicó además una irrenunciable ganancia moral: se podía aspirar a la realización parcial pero progresiva del ideal sin necesidad de eliminar a los que lo impedían, sin tener que ir matando canallas con cañón de futuro. Fue la socialdemocracia europea. Sin embargo, el entusiasmo revolucionario que había aspirado a tocar con sus dedos el futuro inminente de una humanidad renacida y feliz, se avino mal a su perpetuo y nostálgico aplazamiento. Y de ahí el sostenido hechizo que ejercían los procesos revolucionarios, incluida esa Babia socialista en la que se convirtió Cuba tras la desaparición de la URSS.

Con todo, lo que terminó por liquidar a las ideologías utópicas no fue tanto su renuncia a la consecución de la sociedad perfecta como la efectiva consecución de sus objetivos parciales. Ciertamente, contempladas con perspectiva histórica nuestras sociedades son las más igualitarias y justas que han existido, y la mayoría de sus ciudadanos disfrutan de un estado de bienestar y de la prestación de unos servicios públicos de calidad como tal vez ni siquiera se habrían atrevido a soñar aquellos primeros revolucionarios de la época heroica. Las inmensas clases medias disfrutan con el gesto cansino de lo cotidiano de todas las libertades imaginables, incluyendo una sexualidad sin restricciones a la que, como muestra Houellebecq, sencillamente nos hemos acostumbrado con desinterés. Si la conciencia utópica se ha desfondado no es, por tanto, por el fracaso sino por el éxito -relativo pero real- en la realización efectiva de unos ideales que, por eso mismo, han dejado de ser utópicos e ideales.

Por supuesto que nada de todo lo anterior se ha logrado perfectamente, que tienen lugar retrocesos más o menos circunstanciales y que se trata en casi todos los casos de conquistas nunca del todo aseguradas. Pero es precisamente la admisión de su inevitable estatus de imperfección inacabable lo que las hizo posibles, una vez que se renunció al impaciente y totalitario furor revolucionario. La conciencia utópica es el pacto sin rendición con lo imperfecto. Pero ese pacto es insidioso porque si se acompaña de logros parciales desarrolla una casi invencible inclinación a un pragmatismo conformista.

De hecho, el conformismo es una especie de acrítica transferencia a la rutina de lo mediocre, de lo imperfecto y sin acabar: una resignación preferida. Esa acomodaticia complicidad con lo imperfecto es típica de sujetos rendidos a un cansancio interior, y de sociedades desfondadas y sin impulso moral que las guie. Ese es, me parece a mí, el estado de ánimo ideológico en el que se debate nuestra izquierda: o se resucitan tuneados los ideales revolucionarios que dan por concluida la época de los consensos y se denuncia que la izquierda cedió en el 78 más de lo admisible; o se asume la defensa de un sistema de bienestar establecido y apreciable aunque siempre defectuoso, si bien logrado precisamente mediante la renuncia a la perfección totalitaria consiguiente a la violencia revolucionaria, aunque no fuera física sino meramente política.

Si como dicen los clásicos, se puede desear lo imposible pero solo se puede elegir lo posible, entonces el conformismo es esa mutilación del deseo que se limita a desear solo lo que de hecho se puede hacer. Adorno lo dice de otro modo: el conformismo es la respetuosa repetición de lo fáctico. Pero esa reducción del deseo a lo posible que recibe con frecuencia los elogios de realismo posibilista y pragmático, necesita para no convertirse en ramplona resignación que el deseo de lo imposible la corrija y la guie.

Desde luego que no cabe elegir nada más que lo mejor entre lo posible, pero para no quedar reducido a un pragmatismo conformista y sin ideales se debe poder seguir deseando lo imposible. Y esta es, me parece a mí, la famélica situación ideológica de nuestra derecha, que ni siquiera se debate acerca de qué desear porque se limita con regusto a administrar las posibilidades fácticamente practicables, mientras se ufana de no sé qué sentido de la realidad, que no es más que la coartada impotente de una completa falta de ideales.

Ciertamente nuestra derecha no sufre las tensiones que implica la aparición de un radicalismo conservador de regustos extremistas, tal y como ha ocurrido en la izquierda. Pero la feliz inexistencia de un populismo de derechas resulta más inquietante que otra cosa, porque revela lo ayuno que está nuestro conservadurismo de aspiraciones y propuestas sobre la realidad política, y, por tanto, de sus inflamaciones ideológicas. Es como si la constante falta de dolores dentales nos hiciera sospechar la falta de dientes y, por supuesto, del deseo de masticar. Esa inapetencia es característica de la reducción de la política a administración en la que tanto se refugian los políticos sin ideas políticas.

O idealismos impacientes y con querencias extremistas y excluyentes, o pragmatismos conformistas y culpables de una resignación preferida. Ese parece ser el insidioso dilema en el que nos debatimos. Seguramente nadie como Cervantes representó la tensión entre un ideal que arroya la realidad perdiéndola de vista, y un conformismo de vuelos cortos y deseos satisfechos que confunde la realidad con nuestro interés. Y seguramente fue también el autor del Quijote quien nos dejó ver que el deseo de un mundo mejor solo evita convertirse en una quimera demenciada o en un cinismo decepcionado, si es capaz de padecer el mundo, es decir, de comprenderlo y sufrirlo con la paciencia del que sabe que no está en nuestra mano corregirlo del todo, pero es urgente procurarlo.