Había hecho firme propósito de no volver a escribir sobre las decenas de propuestas que he publicado respecto a las personalidades del mundo de la cultura en todas sus manifestaciones, de las profesiones liberales e incluso de la política, siempre que estén vinculadas con Alicante y su provincia por nacimiento, residencia o ejecución de proyectos beneficiosos para con esta tierra, que merecen tener rotulada con su nombre una vía pública de la capital.

Pero lo acontecido en las últimas fechas me incita a hacer unas reflexiones respecto a unas propuestas que caminan en buena medida, algo pésimo entre políticos electos que deben gobernar para todos y no para los suyos, entre el sectarismo y la ignorancia.

Si se aplica la ley de la Memoria Histórica, que, recordemos, el gobierno del PP no revocó, qué pinta suprimir la calle Vázquez de Mella, filósofo, escritor y político, eso sí tradicionalista, que murió pobre y olvidado en 1928 y que, por consiguiente, nada tiene que ver con el franquismo.

No quiero entrar en más disquisiciones sobre nombres de personajes sin ningún vínculo con Alicante pero históricos marxistas, de marcados izquierdistas alicantinos o con la práctica maniquea de quitarle el nombre a asesinados de un bando para ponérselo a víctimas del otro.

Desconocer el papel de las cajas de ahorros que nacieron para proteger a las clases menos favorecidas de los envites de la usura para terminar teniendo ejemplares obras sociales y querer vincularlas con el desastre postrero de la tantos años ejemplar CAM cuyos orígenes nos llevan a Eleuterio Maisonnave, por cierto republicano, progresista, anticlerical y masón cuya avenida y monumento ni se atrevieron a quitar los franquistas, es un atentado a la inteligencia que se siente peor tratada con el esperpento del Negre Lloma, un pobre mendigo de color de los años veinte y treinta, muerto alcoholizado en vísperas de la guerra civil, que vagabundeaba pidiendo limosna y nunca se le conoció trabajo por lo que había un dicho popular que lo identificaba con la vagancia.

El PP le puso una calle a la concejala comunista y maestra Marina Olcina, por creer fue la primera mujer en ocupar un sillón municipal cuando hubo antes tres conocidas profesoras de la Escuela Normal de Magisterio donde estudió la primera, que fueron las pioneras pero, claro, en 1924 durante la dictadura del general Primo de Rivera, a las que añadir dos más republicanas izquierdistas en plena guerra civil. Hay que recordar que todas fueron nombradas a dedo por lo que no se puede aducir que solo una lo fue democráticamente.

Existen personalidades como Juan Gil-Albert, un alcoyano que tiene frases preciosas sobre Alicante capital, escritor de una categoría inmensa que da nombre al Instituto de Cultura de la Diputación, de sobra merecedor de una vía pública con su nombre, al igual que el gran pintor cubano de origen cántabro Pancho Cossío, uno de los grandes del siglo XX, que vivió y murió en la Albufereta y alababa la luz alicantina, por sólo citar dos ejemplos significativos.

Pero para esto hay que tener un poquito de cultura, algo más de sentido común, nada de sectarismo partidista, dejarse asesorar por quien de verdad sabe al margen de militancias, hacer caso e informar debidamente de los acuerdos adoptados a la comisión creada al efecto y consultar a las asociaciones de vecinos para ver qué opinan.

Puestos a cambiar calles por imperativo legal, sería el momento de rotular algunas céntricas o importantes con el nombre de muy insignes alicantinos que las tienen actualmente de poco relieve y a menudo en el extrarradio, caso de Carlos Arniches, Azorín, Miguel Hernández, Emilio Varela, Francisco Mas Magro o Germán Bernácer.

Otros grandes como Joaquín Sorolla solo merecieron en su día una calleja inapropiada a tenor de la inmensa la categoría de este artista que residiera en Alicante en 1918-19 para pintar en Babel su famosísima obra «Elche. El palmeral». Y tanto Sagasta como el capitán Lagier podrían recuperar la que se les quitó en su momento.

Lo demás es marear la perdiz, crear enfrentamientos inútiles y desviar la atención respecto a los problemas graves de una ciudad cuyas prioridades no están en cambiar la denominación de las calles; y si lo exige una ley, que se sigan criterios objetivos y no ideológicos, o asépticos como los llevados a cabo en el barrio de La Florida, que para evitar líos políticos y alteraciones según el color de los gobernantes, rotuló sus calles con nombres de estrellas y constelaciones.