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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Leyenda negra

«Spain is not Spain» podría decirse parangoneando el slogan ese que aparece en los partidos de fútbol del Barsa para que todos los extranjeros sepan que los que lo enarbolan se sienten de otra raza, otro país y -casi- de otro planeta. En realidad casi nadie quiere ser España pudiendo ser otra cosa y los actos de la llamada por los carcas Fiesta Nacional (antes «De la Raza» y eso ya es pasarse) prueban que de sentimiento patrio tenemos poco, si acaso un anciano allá por Burgos o un militar sin graduación en Córdoba. Somos el único país que habla mal de sí mismo, lo que resulta curioso en una España que llegó a dominar el Mundo, pero así nos va: no hace falta que nos critiquen, nos pintamos solitos. Por no tener no tenemos comunes ni la bandera, ni el himno; nada nos une excepto el odio a Montoro, pero eso no tiene casi valor de puro obvio.

Acabo de terminar por segunda vez las cuatro temporadas de «Los Tudor», que con montones de imprecisiones históricas muestra el retablo de la Inglaterra de Enrique VIII. Una fotografía de un tiempo cruel, violento, rapaz, donde caer mal siquiera por omisión al Rey supone ser arrastrado por las calles, colgado, castrado, destripado y descuartizado en ese orden y a ser posible consciente para gozar mejor el momento. Nada que impida a los ingleses de hoy aclamar al Rey Enrique y sentirse muy orgullosos, porque con la perspectiva actual -tan buenista, tan zapaterista- no se pueden juzgar acontecimientos de hace más de cinco siglos.

Las alcaldesas de Madrid y de Barcelona han escogido para sus ciudades la vía indigenista con bandera incluida, en vez de rememorar la gesta de un puñado de españolitos que conquistaron América como mañana quien sea llegará a Marte ocolonizará el Cosmos. Pero claro, hace falta agitar los espantajos de una leyenda negra de conquistadores violando y matando a golpe de espada a millones de indios, cuando la realidad es que la mayoría de los muertos -que los hubo- perecieron por virus y microbios. Y ya ni hablemos de las acusaciones de genocidio, cuando las Américas hispanas tienen una población mayoritaria descendiente de indígenas mientras en la América anglosajona los pocos que quedan están encerrados en reservas. Nuestros antepasados, reconozcámoslo, eran unos genocidas muy poco organizados y bastante chapuceros.

Pero da igual, no estropeemos la leyenda, que por cierto fue una labor de propaganda estratégica muy bien elaborada en los Países Bajos, nada que ver con brotes espontáneos de odio a los españoles en media Europa. Luego los movimientos independentistas en América hicieron el resto y los mismos que habían medrado en la Nueva España cuando ya les pillaba lejos la metrópoli y querían caminar solos acusaron a la Vieja España de mil crímenes. Una vez me tocó decir a un grupo de argentinos que me estaban pegando un repaso por las atrocidades de los conquistadores que, en todo caso, las habrían cometido sus antepasados, que no los míos que se quedaron tan tranquilos en la Península.

No soy nada patriota en el sentido nacionalista del término y «cuando la Fiesta Nacional yo me quedo en la cama igual, que la música militar nunca me supo levantar». Una cosa es eso y otra aceptar las patochadas de tanto inculto de pacotilla que quiere retirar la estatua de Colón de Barcelona o dedicar la Hispanidad a los aztecas que, por cierto, esos sí que eran una raza violenta contra sus vecinos, descorazonadora en el sentido más estricto de la palabra.

España tiene detrás una historia espectacular de la que muy torpes o muy rencorosos hay que ser para no sentir orgullo, otra cosa es que hayamos tenido mala suerte con nuestros dirigentes, que ese es mal endémico en esta amalgama de repúblicas independientes que históricamente hemos sido. Con todas sus luces y sus sombras me encanta ser coterráneo y de alguna forma heredero de reyes como Isabel de Castilla, Carlos V, Felipe II o Carlos III y rechazo frontalmente a todos los que vinieron después de Carlos IV, pero no por tontos -que muchos lo eran a modo- sino porque su tiempo había pasado y tocaba entonces una Revolución a imagen de la francesa, la americana o la inglesa que sustituyese una aristocracia hereditaria por una meritocracia.

Aquí nunca se ha guillotinado a un rey y pocas veces a un noble y eso se nota, como no hay costumbre han campado diez siglos viviendo de rentas sin dar un palo al agua y aliados encima con una Iglesia mantenedora de sus privilegios y laminadora de cualquier discurso en el que se propugnara un reparto más equitativo de la riqueza. Por si acaso era ya poco delito se envolvieron cuarenta años en una bandera y un himno.

Pero mi bandera no es la franquista, ni siquiera la monárquica. Mi bandera es aquella que se escogió en un concurso de ideas patrocinado por Carlos III para que la enseña española se viese a distancia en el mar y no pudiera confundirse: «Para evitar los inconvenientes y perjuicios que ha hecho ver la experiencia puede ocasionar la Bandera Nacional de que usa Mi Armada Naval y demás Embarcaciones Españolas, equivocándose a largas distancias ó con vientos calmosos con la de otras Naciones». Ese concurso aúna inteligencia, investigación y ciencia y no hemos tenido la suerte de que otros Carlos III nos gobernasen. Lastimosamente.

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