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Crónicas precarias

Lagrimitas de intelectual

Una de las situaciones que más gustirrinín me producen en este valle de lágrimas que habitamos es ver a los grandes sabios rasgándose las vestiduras porque la lerda humanidad no se comporta como ellos desearían. Resulta más satisfactorio que ponerse calcetines calentitos en diciembre. Más aún que los vídeos de mapaches rechonchos limpiándose las patitas, ojo ahí.

Existe algo terapéutico, casi mágico, en contemplar la desolación de esos eruditos. «Oh no, ¿por qué mis congéneres se comportan como patanes en lugar de seguir mis sensatas palabras?». En los últimos días les hemos visto lamentarse por el Nobel de Literatura concedido a Bob Dylan, pero la superioridad moral que destilan acecha en cualquier rincón. Cuando menos te lo esperas, ¡zasca! Allí están ellos, ansiosos por hacerte entender lo equivocado que estás. Y no descansan. Son los guardianes de las esencias intelectuales y se toman muy en serio su papel. Menos mal, porque ellos sí que saben lo que nos conviene para cultivar nuestras almas y dejar de pertenecer a esa masa infecta que todo lo inunda y todo lo estropea.

Poesía será lo que ellos digan, pero no la toques mucho con tus manitas pringosas que la vas a dejar hecha un asco. La cultura será lo que coleccionen ellos en sus estantes y sus cajones, especialmente si es densa, oscura y se vive como obligación y no como disfrute. Todo lo demás es decadencia, derrumbe moral, la gente es tonta. Punto.

Para algo tienen la casa llena de libros. Pero no de esos libros frívolos y facilones que lees tú. No, los suyos son libros sesudos. Obras serias escritas por señores ilustres que pontifican de forma solemne. Autores con reflexiones trascendentales sobre la existencia, no como esos mindundis que te gustan a ti. Que le pueden gustar a cualquiera. Porque esto no va de si eres fan acérrimo de Bob Dylan o no, que puedes odiarlo con todas las fuerzas de tus entrañas, faltaría más. Va de si le consideras suficientemente digno para el olimpo del Nobel.

En el fondo, lo que les corroe a muchos es que la cultura popular gane prestigio y se reconozca su calidad. Que la creamos valiosa. Que no haga falta ser un iniciado para emocionarse con un texto, que la literatura desborde las páginas encuadernadas en tapa dura. Con lo tranquilos que están ellos en sus torrecitas de marfil. Claro, si a los puristas se les revienta la aureola, a ver con qué van a justificar la soberbia y las miraditas de condescendencia. Pero vamos, que les lleva pasando desde hace décadas y décadas, no sé cómo no se han acostumbrado ya.

Y entonces va y al amigo Zimmerman le dan un premio. Un premio por juntar palabras. Por juntarlas muy bien, tan bien que nos hace olvidarnos por unos instantes de nosotros mismos. Y los intelectuales presuntuosos lloran desconsolados. ¡Que ese tío canta! ¡Canta delante de gente! ¡Que no es un escritor como dios manda! A ver para qué va a servir ahora la literatura si se nos llena de chusma que no lee a Lezama Lima o a Faulkner. Ay, pobres elitistas incomprendidos atesorando sus lagrimitas de elitistas incomprendidos en sus frasquitos de elitistas incomprendidos. Cuántos disgustos damos los borregos sin criterio, no sé por qué nos dejan votar, la verdad.

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