La vaina de la "disciplina de voto" puede exasperar la ruptura socialista en lugar de superarla. La unidad forzosa es antidemocrática en fondo y forma porque coloca la lealtad al partido por encima de la debida a los militantes y electores en general. El voto conlleva una exigencia, no es un cheque en blanco. Todos los sistemas son imperfectos, pero otras democracias europeas obligan a los elegidos a rendir cuentas a los electores antes que al aparato. Hay que insistir en esa prioridad para conjurar la tendencia a la burocratización que degrada el sistema representativo. Es el proceso que la gran María Zambrano definió como absolutismo y estructura sacrificial de la sociedad: "Cuando nos sentimos privados de la libertad íntima que brota de dentro, la conciencia despierta es simplemente un infierno"

En ese infierno se revuelve el PSOE desde el sábado 1 de octubre, sin causa ni necesidad convincentes. Para evitar otras elecciones que pueden relegarlo al tercer nivel parlamentario y depositar en el segundo el liderazgo de la izquierda progresista, no ve otra salida que la de abstenerse en bloque y facilitar un gobierno marcado por el estigma de la corrupción y la incompetencia. Será cambiar un infierno por otro, después de cerrar sin consulta a las bases la posibilidad de una alternativa acaso impredecible -como nueva- pero más limpia.

Lo irónico es que la disciplina de voto no hace falta para esa finalidad. El voto libre entre el "no" y la abstención puede resolver la investidura y evitar terceras elecciones sin comprometer a la totalidad del partido ni sufrir la condena de complicidad que cuestione sus iniciativas opositoras en el tiempo que dure la legislatura. Ante esta evidencia, la "estructura sacrificial" implícita en el mandato imperativo -rechazada en firme por la dirección de algunos territorios- solo puede causar mayor división y estrago. Tratar de imponerla es el reflejo absolutista de una gestora resuelta a cargar sobre su propia marca todo el daño de estos 300 días que se han ido por el vertedero de la nada. La gestora, "a fuerza de querer ser ella y únicamente ella, se convierte en algo anónimo, impersonal. Acaba siendo nadie..." (Zambrano)