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Políticas de no-verdad

Nos engañamos de muchas maneras. En semanas pasadas he intentado comentar algunas de ellas: el confundir sentimientos con realidades (como sucede con los nacionalismos, separatistas si están en la periferia, unionistas del 12 de octubre si en el centro), el pensar que si tenemos muchas noticias sobre un asunto es porque es frecuentísimo en el mundo real (noticias sobre el auge de la violencia, por ejemplo) o suponer que explicaciones sencillas son preferibles a algunas más complicadas (es el caso de aplicar la llamada «navaja de Ockham» a las nuevas prácticas terroristas y dar por supuesto, simplificando, que se trata de «guerras entre religiones» o de «el Islam contra Occidente»).

Hay otra con que nos engañamos. Es obvia y, a pesar de ello, frecuente. El mejor ejemplo que encuentro es el del cambio climático cuando un verano inusualmente cálido o inusualmente fresco se convierte en una prueba de la existencia o inexistencia del dicho cambio, es decir, cuando se confunde un hecho constatable -temperaturas veraniegas- con una tendencia -cambio- para lo cual necesitaríamos más hechos para organizarlos.

Estos ejemplos, intencionadamente, tienen un elemento en común: el uso que los políticos hacen de estos engaños a niveles que llegan a preocupar a autores que comparan la situación actual con la que recorría Europa en los años 30, a saber, la caída de comportamientos democráticos de acuerdos y pactos y el auge de actitudes excluyentes de corte autoritario. Cuando se hace la lista de casos actuales, se observa que no se trata de algo que tenga que ver con la dimensión política derecha-izquierda. El autoritarismo se da en todos los puntos de esa dimensión. Desde esa perspectiva, no cabe el «Spain is different» simplemente porque no exista un Front National, un UKIP o una AfD, ni los post-comunistas Orbán, Zeman, Kaczy?ski o Fico. Basta con ver cuál ha sido la dinámica «pactista» de los acuerdos planteados después de las pasados elecciones generales y asuntos posteriores.

No es novedad que los políticos mienten. En Maquiavelo está como receta y en la actualidad hay prácticas abundantes. Un caso es el de los mails «hackeados» y ahora publicados entre Colin Powell, exsecretario de Estado estadounidense, y Jack Straw, exsecretario de Asuntos Exteriores británico, que lo habían sido cuando comenzó la aventura de Irak. Son e-mails de este año y comentan la inminente publicación del informe Chilcot que ahora ya se conoce. Por un lado, reconocen abiertamente el pasado uso de la mentira con absoluta tranquilidad. Por otro, están convencidos de que otros asuntos (en ese momento, «Brexit») distraerán a la opinión pública y a la publicada. Y, finalmente, dan por supuesto que acabarán olvidándolo, dado el nivel de superficialidad que parecen suponer en la ciudadanía.

Pero ahora las cosas se han complicado con la irrupción de internet, el correo electrónico y las redes sociales. El papel jugado por estos nuevos canales es ambiguo. Cierto que permiten una mejor información, como lo demuestra el caso que acabo de citar. Pero también es cierto que, sometiéndose a su reino (si no tienes Twitter es que no existes, y hasta televisiones y radios dedican espacios a los «trending topics») se corre el riesgo de aumentar la superficialidad de los análisis, los desahogos de agresividades reprimidas por la frustración que crea la crisis y la aparición de noticias falsas convertidas en virales o por impericia de sus trasmisores o ¿con más frecuencia? por uso sistemático por parte de organizaciones que han encontrado una manera fácil de influir en la opinión pública. El (¿ex?)candidato Trump tiene once millones de seguidores en Twitter.

Las mentiras en internet son un asunto interesante. Animal gregario que somos, nuestros chats y demás grupos están formados por gente de opiniones parecidas a las que es difícil convencer de lo contrario de lo que las mantiene unidas, pero cuyos sentimientos, percepciones equivocadas e inseguridades pueden ser fácilmente manipuladas proporcionando chivos expiatorios, «datos» incontrovertibles y certezas absolutas en la dirección apropiada.

Pero no hace falta instalarse en teorías conspirativas sobre grupos que se infiltran para canalizar opiniones. Puede suceder como fruto de la dinámica propia de unas sociedades en las que el temor a la soledad y a la falta de cimiento colectivo hace que se busquen soluciones lo más fáciles posibles para tales problemas reales y constatables.

La verdad ha dejado de ser el criterio básico. Lo que importa es el refuerzo del prejuicio y más en un contexto en el que se ha perdido la confianza en la política. De ahí la preocupación de algunos.

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