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Dieta de descontento

El descontento social aflora cuando el poder desatiende a una parte considerable de la población y la mantiene en condiciones de desigualdad. La desigualdad es un disolvente social, siempre de proximidad, por global que sea la economía. No se acepta que bajo el mismo cielo -en realidad, sobre la misma tierra- unos pocos rebosen de bienes de los que la mayoría está ayuna. El populismo se alimenta con una dieta de descontento social. Estamos en un sistema que favorece la depredación hasta el estrago y que está provocando desigualdades que descontentan y facilitan un populismo que siempre promete reparto o recuperación de lo que se considera propio.

En Estados Unidos, el modelo político y económico, el populismo se llama Donald Trump, está alojado en el Partido Republicano y es capaz de sobrevivir electoralmente al mayor bombardeo político y mediático que haya sufrido un candidato a presidente de la nación, atentados aparte. En una imagen del genuino pop estadounidense, Trump es el increíble Hulk avanzando por el desierto entre las explosiones de una tormenta de misiles supersónicos. Ese bombardeo, todos esos testimonios de desafección de las elites, fortalece el apoyo de los que tampoco se sienten queridos por ellas y se consideran agredidos por su fuerza, sus privilegios, su educación y su cinismo sofisticado. Que sus seguidores vivan miserablemente y él sea multimillonario no es contradictorio. Le votan porque le creen como ellos y creen que, siendo como ellos, triunfó. «Sí se puede».

El populismo es una respuesta equivocada pero responde a una pregunta a la que no se atiende. Una pregunta sencilla -«¿Y yo?»- que se vuelve peligrosa cuando se la hace demasiada gente. La política democrática debe acabar con esa dieta de descontento cambiando el menú, este rancho de bazofia de la desigualdad.

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