Si entendemos un golpe de Estado como la acción de quienes aprovechan sus puestos clave en una organización o institución para quedarse con el gobierno de la misma, es evidente que la revuelta de la baronía del PSOE del pasado 1 de octubre para defenestrar a Pedro Sánchez de la Secretaría General del partido puede entenderse como tal.

La maniobra, cocinada en el seno del grupo Prisa, bendecida por Felipe González, liderada por Susana Díaz y acompañada de un apoyo mediático generalizado, fue presentada como el resultado de la resistencia de Pedro Sánchez a admitir la responsabilidad política del declive electoral del PSOE tras los resultados cosechados en las elecciones de Galicia y País Vasco.

Más allá de la guerra entre liderazgos y la rebelión de la militancia de base, la fractura en la que ha desembocado la conspiración obedece a la pugna entre barones en torno al interés común en conservar la hegemonía del PSOE en la oposición al PP. Así, mientras los partidarios del golpe pretenden salvar el status del partido articulando, por la vía de la abstención a la investidura de Rajoy, el viejo consenso bipartidista en torno a la «gran coalición» PP-PSOE, el «partido único» deseado por el IBEX35, las grandes corporaciones mediáticas y la casta que arropa a Rajoy, el sector leal al «No es no» a Rajoy prefiere mantener dicho liderazgo por la vía de la conservación de la autonomía en un marco que neutralice el «sorpasso» de Unidos-Podemos y sus confluencias. Para los primeros, mejor mafiosos que alternativos; para los segundos, mejor alternativos, pero dentro de un orden, el del 78.

Esta crisis interna, ocultada durante el proceso para formar gobierno, ha sido determinante en la situación de bloqueo institucional del último año. Lejos de ser coyuntural, la crisis del PSOE se enmarca en un largo proceso.

Veamos: Después de la 2ª Guerra Mundial, España, por su anomalía fascista, quedó al margen del consenso socialdemócrata que, encarnado en el Estado del Bienestar, protagonizó la «época dorada» de las democracias europeas. Durante los 14 años de gobiernos del PSOE, desde la victoria electoral de 1982, pasó inadvertida para la sociedad española la ruptura de este consenso por las élites económicas y financieras y la constitución de un nuevo consenso en torno al neoliberalismo, lo que exigió la reconversión de la socialdemocracia europea. Dicha reconversión se tradujo en la adhesión de los partidos socialdemócratas al ideario económico neoliberal (estabilidad presupuestaria, mercantilización de servicios y prestaciones protegidas por el Estado del Bienestar, devaluación de los derechos laborales, fiscalidad favorable a las grandes empresas...) y en el mantenimiento de los valores progresistas en aquellos ámbitos de la vida social cuya promoción no requiere grandes inversiones de gasto público (derechos civiles, políticas de género...). La escasa diferenciación de este proyecto, conocido como «Tercera Vía», con su contrafigura conservadora en lo relativo a la distribución de la renta, fundamento de la vida social, explica su incapacidad para representar las demandas de la ciudadanía social.

En este contexto de metamorfosis liberal de la socialdemocracia europea, el PSOE, liderado por Felipe González, encarnó para la mayoría de sus votantes la ruptura definitiva con la dictadura fascista, la modernidad frente al vínculo de las derechas con el pasado, la defensa de la pluralidad territorial y la homogeneidad de España con Europa. La crisis de representatividad implícita en el consenso neoliberal que, lógicamente, incluye al PSOE como partido que se define como socialdemócrata, afloró, de manera descarnada, en la segunda legislatura del Gobierno de Zapatero, cuando éste, plegándose a las presiones llegadas del FMI, el BCE y la Comisión Europea, representantes del gran capital, inauguró, para afrontar la crisis, el recetario neoliberal de la austeridad, imponiendo recortes en el Estado del Bienestar, rescatando a la banca o pactando con el PP la reforma constitucional para priorizar en la política presupuestaria el pago de la deuda pública sobre el gasto público-social. Fue la oportunidad perdida para impulsar, frente a la multiplicación de los despidos, los desahucios y el aumento de los índices de desigualdad social, un programa socialdemócrata de rescate ciudadano para generar demanda interna y activar la recuperación.

La política de austeridad de Zapatero, después radicalizada por el Gobierno de Rajoy, puso en evidencia la subordinación de la democracia a los intereses de las élites económico-financieras y dejó a la ciudadanía expuesta a la exclusión política. De ahí el surgimiento del movimiento ciudadano del 15-M, que puso sobre el tapete la necesidad de una regeneración orientada hacia una democracia libre de la presión del gran capital, combativa con la corrupción política, representativa de la pluralidad social y comprometida con los derechos económicos y sociales básicos de la ciudadanía. Ni más ni menos que la puesta en práctica del Estado social y democrático de Derecho, definido en la Constitución española.

Desde la crisis de 2008 el PSOE ha perdido seis millones de votos y el bipartidismo ha sido superado por la irrupción política de Podemos, las confluencias progresistas y las candidaturas municipalistas. Es el precio pagado por el PSOE por el abandono de la cultura socialdemócrata en favor de la neoliberal y eludir la autocrítica. Allá ellos. Mientras tanto, el PP suma y sigue.