La revelación de las andanzas extramatrimoniales de Donald Trump, pero sobre todo, el pestilente machismo y el menosprecio de gañán del que hace gala hacia las mujeres que han sido y son el objeto de su oscuro deseo, han arrinconado al que, según un senador del campo republicano, Mark Kirk, no pasa de ser un «payaso maligno».

La revuelta del establishment republicano, guardián de las esencias de la moral familiar cristiana, contra su nominado candidato, está siendo tan clamoroso y masivo que muy bien se puede convertir en el factor que frene en seco el increíble ascenso de un personaje cuyo impulso desestabilizador rivaliza con el de otros populistas no menos malignos. Pero lo verdaderamente importante del estilo Trump no radica únicamente en la indignación que despierta en sus propias filas, sino en el juicio que merece entre los millones de mujeres de toda condición que no están dispuestas a dejarse humillar impunemente. Las elecciones norteamericanas, sobre cuyo desenlace nada está definitivamente escrito, arrojan sin embargo un elemento esperanzador, que las encuestas se encargan de dibujar: las mujeres son ya una fuerza electoral definida y orientada: un contingente que se ha ganado a pulso, con sus propios valores, su derecho a existir en la vida política norteamericana como una fuerza decisiva.

Donald Trump había logrado hasta ahora tapar sus evidentes inconsistencias y su contumaz desprecio hacia las reglas mediante una cháchara populista que apela a las vísceras de todos aquéllos que han sido damnificados por la globalización. Lo que nunca ha dicho en la campaña electoral, y sus seguidores a lo mejor ignoran, es que los peores daños hacia ese núcleo que electores que añoran un status de seguridad y preminencia, traen causa, precisamente, de las políticas que personajes como Trump han impulsado, y de las que él ha vivido, a lo largo de su turbia trayectoria. Es un caso similar al sucedido en Gran Bretaña con el Brexit: los mismos que han apoyado en su país y en el conjunto de la UE, desde Margaret Thatcher a Tony Blair y a Cameron, políticas en extremo neoliberales, sin conceder ningún espacio a medidas sociales redistributivas -llevando a cabo, sistemáticamente, la demolición del tejido social británico- son los mismos que predican el aislamiento del país y la purga de los chivos expiatorios, los indeseables extranjeros, asilados o desplazados.

Una característica común a los diferentes populismos es el alarde machista, que presentan como sinónimo de «hablar claro», sin complejos, sin buenismos. Puede que la referencia común de este sentimiento atávico contra las mujeres sea incluso más determinante que otras diferencias ideológicas y políticas, lo que hace que personajes como Trump, Putin, o el propio Maduro, estén engarzados por un hilo conductor que les delata. (Por cierto que no es de menor importancia que Nicolás Maduro se disponga a premiar a Putin con el Premio a la Paz, un premio inventado en homenaje a Chávez? Putin, a su vez, es amigo de Trump, etc.). Para ellos, es evidente que algo no funciona: que sería mejor que las mujeres estén en casa, calladitas, y no meterse en política.

Pero la fuerza de las mujeres, como factor político y jurídico, es un dato consolidado que no tiene marcha atrás. Las ridículas exhibiciones de macho-alfa de las que alardea Trump no es sino la expresión patética de un anacronismo, del miedo profundo a que la revolución de las mujeres sea lo que desarticule su maligna payasada. Un dato que también gravita, más allá de lo que algunos creen, sobre la vida política española.