El historiador Lewis Mumford acertaba al señalar que «el gran secreto del poder centralizado era el secreto mismo». En efecto, el poder y los poderosos justificaban la distancia que ponían respecto de todos los demás en la posesión de información incomunicable pero determinante. La última vez que se reivindicó el secreto como coartada fue para poner en marcha la segunda guerra de Irak. Desde entonces y merecidamente, el secreto ha perdido todo prestigio político y en su lugar se ha instalado el ideal de la transparencia, impuesto además por la homogeneización de los entornos informativos que han supuesto las redes.

Pero el abuso del secreto para toda clase de tropelías, no justifica el exceso pendular de unas exigencias maximalistas de transparencia y participación que están convirtiendo a los políticos no ya en transparentes, sino en invisibles e incapaces de decisión alguna sin un respaldo masivo, explícito e instantáneo. La política es una ocupación de riesgo porque hay que tomar decisiones, a veces también impopulares y no por ello ilegítimas. Escamotear ese riesgo es tanto como escamotar la política.

Intentar evitar que los políticos tengan el espacio suficiente para interpretar nuestros mandatos y para buscar ángulos para el acuerdo con el resto de las posiciones políticas, es tanto como abolir la legitimidad de la representación que se compone tanto de la delegación por parte de los electores, como de la rendición de cuentas por parte de los elegidos. Pero es que, además, al suprimir la delegación se suprime la responsabilidad del político, lo que constituye una tentación tanto para los ciudadanos como para sus representantes, que se esconden bajo esa reducción del político a mensajero.

La situación se agrava cuando podemos suponer sin temor que si un político reivindica el derecho de la gente o de la militancia para manifestarse es porque presume con certeza que esa consulta arrojará el resultado que él mismo prefiere. La apelación al derecho a decidir de la «gente» ha pasado a ser un nuevo recurso táctico en las disputas entre políticos para liquidar al opositor.

Todos esos cambios forman parte de una transformación de la política que hunde sus raíces bien lejos. La expresión «política pop» la acuñó el escritor italiano Claudio Magris para denunciar la forma y el contenido del poder logrado por Berlusconi en Italia en sustitución de la vetusta democracia cristiana. Buena parte de aquel predominio político se había logrado mediante el control empresarial de medios de comunicación, en especial televisivos. La sustitución de un viejo pero arraigado partido por una formación política de carácter personalista y sin apenas organización, pero con la «amistosa» afinidad de medios y televisiones, merecía entonces y merece todavía hoy una reflexión cautelosa.

Es posible además que entre los fenómenos políticos de Berlusconi y de Trump quepa encontrar semejanzas a pesar de las distancias temporales y geográficas. Para empezar ambos son hombres de negocios con éxito a quienes las audiencias han disculpado no pocos puntos oscuros en sus recorridos personales, y que hacen de su histriónico personalismo un valor político. El manto de indulgente simpatía con que se soslayan sus oscuridades, contrasta con la implacable acidez que se dispensa a los políticos tradicionales, cuyo simple comedimiento se convierte en causa de vapuleo popular. Berlusconi y Trump son dos antipolíticos metidos en política. Y ahí es donde, a mi juicio, coinciden con el actual furor asambleario que repudia los matices y las cesiones que los políticos hacen respecto del sentir o los supuestos mandatos de la militancia. Ambas son formas de antipolítica, o de política pop en la que los pactos y los equilibrios son estigmatizados como traiciones a la voluntad popular.

Ese triunfo de lo grueso es sintomático de la espectacularización general de la política que reciben y demandan las muchedumbres solitarias de telespectadores y de asiduos activistas de las redes. La importancia que toman las discusiones y acusaciones entre internautas eruptivos, o la sustitución en los horarios de «prime time» de los antiguos programas de variedades y de las superproducciones de Hollywood por programas de debate político, debería avisarnos de hasta qué punto el espectador ha convertido la política en un asunto de entretenimiento pasional. Y es que lo grueso asociado a personajes erráticos y a opiniones disruptivas multiplica su alcance si concurre con la intensidad pasional del victimismo, del escándalo o, por ejemplo, de la independencia frente a viejos estados o uniones europeas avasalladoras.

Pero al exceso de lo grueso y de lo caliente hay que sumar el de la inmediatez. La celeridad con la que los usuarios de las redes reaccionan a los sucesos, relevantes o no, es solo un rasgo del paradigma de la inmediatez que convierte las formas de delegación y representación en artefactos burocráticos de dudosa fiabilidad. Los ciudadanos viven en un estado de perpetua desconfianza en los órganos colegiados que ellos mismo eligieron para representar sus puntos de vista. Es como si la vigilancia de nuestros representantes se hubiera hecho tan necesaria que se aspirara a sustituirlos siempre que fuera posible mediante consultas y referéndums constantes o la simple presión en las redes.

Por supuesto que hay políticos que hacen de palmeros y adalides de todos esos fenómenos, surfeando una ola que esperan que les lleve a donde sus ambiciones pretenden, aunque ignoren por completo la dirección que siguen. Pero esa dimisión del político como función social produce una inmoderación en los planteamientos y en las posiciones políticas que tienden a fracturar la convivencia y a colapsar los acuerdos tácitos y elementales que sostienen los sistemas políticos.

La política sirve, entre otras cosas, para que las posiciones incompatibles alcancen acuerdos temporales que permiten la convivencia aunque dejen parcialmente insatisfechos a casi todos. Asumir esa insatisfacción es tanto como aceptar que los discrepantes no son suprimibles, ni siquiera cuando son minoría. Pretender que la política y los políticos no tengan defectos puede parecer idealismo, pero si se pierde la paciencia se convierte en totalitarismo. De hecho, la pretensión de llevar a la política nuestros puntos de vista sin matización o disminución esconde, en el fondo, el deseo de suprimir al otro.