De todas las crisis, incluida la del PSOE, se pueden sacar consecuencias positivas, transformadoras, me atrevería a decir. Y no crean que voy a pronunciarme sobre qué ha pasado en el partido de los socialistas plurinacionales (es difícil mantener, sin que te rechinen los dientes, la «E» de español, dado que en cada comunidad autónoma los socialistas hacen denodados esfuerzos por despegarse de la palabra español como si de la peste bubónica se tratara); ni tampoco me atrevería a diagnosticar por qué ha pasado eso en el partido de los socialistas orgánico-profesionales (no parece muy razonable mantener la «O» de obrero, dado que en la dirección del partido, en sus órganos de gobierno y en sus comités ejecutivos, es más difícil encontrar un obrero que solucionar la cuadratura del círculo); y mucho menos me atrevería a pontificar sobre cuándo se gestó el desastre que ha llevado a los socialistas al borde del abismo «nietzscheano» (también cuesta mantener la «P» de partido después del virulento espectáculo que se produjo hace una semana entre los miembros de un partido que pretendía resolver sus problemas sin luz ni taquígrafos, con la prensa secuestrada, urnas camufladas y recurriendo -también en la calle- a los peores insultos, la violencia verbal, el hostigamiento y la intimidación física, modos propios de formaciones asamblearias, no de un partido centenario fundado por un obrero de verdad); ni, finalmente, me atrevería a reflexionar qué queda de socialismo tras la negación de Pedro, la decapitación de Pablo, el obrero, y la alegoría del maestro Tintoretto en su cuadro «Susana y los viejos» (la «S» socialista también la ponen en cuarentena los podemitas y los miembros y miembras de IU -o como se llamen en cada sitio-, ese pretendido partido comunista que nunca se atrevió a llamarse como tal y que ha pasado a la historia por haber sido fagocitado por Podemos -o como se llamen en cada sitio-, y que ahora, en las redes sociales, llama a los damnificados del PSOE -solo a los socialistas de izquierdas, los buenos, no a los socialistas de derechas- para que ingresen en sus filas; ¿qué filas, las prietas?).

Ni tampoco quisiera entrar en la asimetría a la que se enfrentan los partidos políticos en danza si hubiera unas terceras elecciones. Algunos de ellos tiemblan solo de pensarlo y otros se frotan las manos en privado rezando (menos los ateos) para que el PSOE no se abstenga y volvamos a las urnas. Pero tengo para mí que eso no va a suceder. Como por encantamiento, bajo los efectos del Bálsamo de Fierabrás en la venta de Arrebatacapas, todos y todas los que hace solo unos días decían con revolucionaria convicción «no es no, y que parte del no es la que no has entendido» (menudo trabalenguas), no a Rajoy y no al PP, mudarán su discurso declarándose fervorosos partidarios de la abstención, eso sí, técnica. Y aquellos y aquellas que bebían los vientos por Pedro Sánchez, mañana, al calor del cargo y al abrigo del sillón, dirán ¿un tal Sánchez?, no me suena.

No, no voy a hacer nada de eso. Bien al contrario. Hoy toca escribir sobre el poder de las palabras, su capacidad de ser repetidas e imitadas, su nacimiento al lenguaje cotidiano. Recordarán algunos de ustedes dos que hace años se pusieron de moda palabras y expresiones como «cuídate», «nos vemos», «se puede decir más alto, pero no más claro», y otras horteradas al uso que eran repetidas machaconamente por el primero con el que te cruzaras. Incluso el camarero de una venta perdida en la España más profunda, y ante tu estupefacción después de que recitara el menú del día compuesto por «endivias al roquefort con festival de cítricos», «huevos benedictine a la espuma del mar Caspio» y «sorbete de michirones», remataba desdeñoso dándose media vuelta: «se puede decir más alto, pero no más claro». Entrados los años de lo políticamente correcto, la magia estaba en pronunciar constantemente, viniera o no al caso, palabras como «transversal», «empoderamiento», «unos y unas», «miembros y miembras», «multiculturalidad», «tolerancia», «visibilizar», «inclusivo»? aprendidas de carrerilla y repetidas hasta la saciedad. Lo decía Unamuno: aprender códigos de memoria es pobreza imaginativa.

Y hoy la palabra clave es «coser». Alguien la pronunció el otro día como enhebrada metáfora en descomposición y ahora no eres nadie como no vayas cosiendo cualquier roto por la calle con una máquina Singer y agujas Schmetz, las mejores; o en su defecto con una bovina de hilo de color rojo y un par de agujas de costura a mano, en cuyo caso recomiendo las Prym, ideales para vista cansada. En esta España descosida por el paro, la corrupción, el separatismo, la incertidumbre, la llegada de los populismos más pedestres y la paronomasia (con perdón) de ciertos partidos políticos entre sí, hacen falta muchos costureros y costureras. Sobre todo para evitar lo que siempre han denunciado los progres, las puertas giratorias. Y como al parecer de la ONU no hay una sola mujer en el mundo capacitada para dirigir la organización, Antonio Guterres -exsecretario general del Partido Socialista Portugués, exprimer ministro de Portugal y expresidente de la Internacional Socialista- será su nuevo secretario general. ¿Cómo lo ven? ¿Quién me cose este oxímoron giratorio? ¿Con una aguja de Chenilla del 24? No sé, preguntaré en la mercería.