Una mezcla de desgarro, estupor, desolación y desconcierto jalonan esta semana negra del PSOE tras los penosos acontecimientos de Ferraz y la detonación controlada de Pedro Sánchez y sus planes de huida hacia adelante. Aunque a escala provincial y, obviamente, con mucha menos repercusión, nos resultan tristemente familiares por estas tierras los episodios de lucha descarnada y fratricida por el control del poder en los partidos. En la «familia» socialista llegaron incluso a las manos a comienzos de 1991 cuando el entonces presidente de la Diputación Antonio Fernández Valenzuela agredió antes de una asamblea al entonces alcalde José Luis Lassaletta. También hubo tortas, una década después, en «los años de plomo» del PP, cuando campistas y zaplanistas se enzarzaron en otra feroz batalla por el dominio de la organización: tan pronto rompían las urnas de compromisarios en Elche como se cruzaban «dossiers», filtraciones, insultos y amenazas en Alicante y el resto de la provincia. Hay un elemento común entre aquellos conflictos del pasado y la reciente implosión del PSOE: no hay rastro de debate ideológico, sino lucha pura y dura por el control del aparato. Sin más. Muy debilitados por la entrada en escena de Podemos, los socialistas se enfrentan a un escenario endiablado: o gobierno en minoría de Rajoy ahora o gobierno con mayoría del PP tras unas terceras elecciones. Por eso Javier Fernández y Puig se esfuerzan estos días en articular el relato de la abstención, mientras Sánchez se prepara para las primarias, con o sin mampara. Y entre tanto, el PP -con la trama Gürtel y las «tarjetas black» de Rato en el banquillo- se frota las manos, ultima nuevas exigencias para negociar la investidura y piensa en ir a votar en vísperas de Navidad para buscar la mayoría absoluta. Así están el paisaje y el paisanaje tras la batalla. Ya si eso, otro día hablamos de Cifuentes y Ciudadanos.
