Existe consenso prácticamente generalizado entre académicos, directivos de empresa y analistas acerca de que en este mundo global, interconectado, el progreso empresarial exige innovar, hacer cosas diferentes a las que hacen los demás y los clientes valoran. La innovación es fundamental en cualquier sector en que nos encontremos si queremos competir con ciertas garantías de éxito.

Innovar en producto, en procesos, en identificación de mercados y segmentos de clientes, en comercialización.., lo que avala un concepto que reitero con frecuencia en mis artículos: incluso en este mundo global -sobre todo en este mundo global- las personas son realmente el primer activo de las organizaciones, los pilares sobre los que podemos construir ventajas competitivas sostenibles puesto que forman parte principal de los que podríamos considerar elementos no copiables en el ámbito empresarial. Las personas asociadas a capacidad, compromiso, equipo.

En alguna ocasión, sobre todo en tiempos de crisis, hemos visto a empresarios o directivos que no han entendido correctamente su función, tomar decisiones de ajuste drástico en los programas de formación interna, con la justificación de que la formación es un coste para la empresa que es necesario reducir. La respuesta a este planteamiento la hemos oído también muchas veces: «Si no estás de acuerdo con la formación, prueba con la ignorancia a ver cómo le va a la empresa».

Y es que la velocidad de los cambios exige mantener plantillas muy preparadas, comprometidas, trabajando en equipo para mejorar la capacidad de competir de nuestra empresa, identificando nuevas necesidades de los clientes actuales o potenciales y planteando soluciones a las mismas con nuestra actividad empresarial. Esto es, innovando con las aportaciones de todos.

Pero la innovación no va, en general, de ideas geniales puntuales, sino de trabajo sistemático comprometido con la mejora continua de toda la compañía. Y no es tanto la idea genial como su concreción y aplicación para resolver problemas, necesidades o expectativas de los clientes a los que nos dirigimos. Algo similar ocurre con la estrategia; probablemente es más fácil definirla que aplicarla. La definición aún corresponde, en general a la alta dirección de las compañías; su aplicación implica a toda la empresa y ahí está el verdadero reto.

Para que la innovación se produzca de manera sistemática, forme parte de la cultura de la empresa, necesitamos empleados cada día más preparados, mejor formados, más comprometidos con el éxito conjunto de la compañía, dispuestos a asumir el cambio como el modelo nuevo de gestión que deben incorporar todas las sociedades. Y eso exige formación continua, competencia técnica, como un compromiso compartido por la empresa y los trabajadores. La empresa aportando los recursos, la focalización y los compañeros necesarios para esa formación; y el empleado su capacidad, su interés, en muchas ocasiones su tiempo, para progresar profesionalmente (también aquí resulta de aplicación aquella sentencia de Alicia en el País de las Maravillas: si quieres permanecer donde estás, deberás correr con todas tus fuerzas y si quieres avanzar, deberás correr aún más).

Porque innovar, como decía, es fundamental para mantenernos en el mercado, y la innovación exige cualificación, competencia técnica. Sin la competencia técnica, como apunta el título de esta columna, solo hay ocurrencias y con esas no avanzamos.