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Los que van a morir te saludan

A menos de dos meses para las elecciones autonómicas de 1999, el PSPV celebró un comité nacional para elegir sus candidaturas en esos comicios en un ambiente de alta tensión. Joan Romero, el entonces secretario general y candidato a la Generalitat con centenares de carteles con su fotografía ya en las calles, presentó una propuesta de listas que los señores de la guerra del socialismo valenciano -con Joan Lerma y Ciprià Ciscar al frente- acabaron tumbando. Les importaba un bledo el partido, el proyecto o el orden de esas candidaturas a las Cortes Valencianas. El objetivo final no era otro que acabar con Romero, al que se habían dedicado a hostigar sin compasión desde que fue elegido por tres votos en el congreso que había dirimido dos años antes la sucesión de Lerma después de la derrota electoral de 1995.

La imagen de Romero, un político de sólida formación intelectual y académica, esperando el dictamen de la comisión de listas antes de que empezara esa tumultuosa reunión del comité nacional del PSPV en medio de una nube de periodistas y citando el número de días que había permanecido al frente del socialismo valenciano como si de una condena se tratara a sabiendas de que su dimisión se iba a producir en cuestión de minutos, fue el punto de inflexión de una crisis de la que, más allá de personalismos o de nombres, el PSPV nunca se ha recuperado y que certificaba el ocaso de todo un proyecto. Desde entonces el partido en la Comunidad se ha dejado en el camino a más de la mitad de sus afiliados y ha confirmado en casi todas las citas con las urnas celebradas desde entonces un retroceso electoral constante.

Sólo recuperó el PSPV parte de ese poder institucional tras los últimos comicios locales y autonómicos de 2015 aunque en una situación de extrema debilidad: con los peores resultados de toda su historia pero beneficiado por los pactos con fuerzas a las que esa crisis de proyecto, de personas, de ideas, de identidad y de modelo que arrancó con aquella renuncia de Joan Romero ha ido dejando hueco poco a poco: singularmente Compromís como marca electoral emergente en la Comunidad y más recientemente Podemos, la amenaza que llega desde Madrid. La cuestión no era, por tanto, sólo el debate de las personas sino que aquel comité nacional del PSPV que tumbó a Joan Romero se convirtió en el síntoma de la debilidad de todo un proyecto político y de una decadencia con raíces mucho más profundas que una chusca bronca entre notables.

Y eso, con sus matices y sus diferencias, es lo que le está ocurriendo al PSOE después del bochornoso comité federal del pasado sábado que se saldó con la dimisión de Pedro Sánchez. Ni más ni menos. Una lucha por el poder que, en último extremo, amenaza con liquidar todo un proyecto político al tiempo que coloca a un partido centenario y clave para la Transición en España a punto de colocarse la lápida. Ahora mismo, el PSOE, o los restos de lo que fue, es una formación política que no cumple con ninguna de las dos premisas que valoran los ciudadanos. No es un partido útil: ni ofrece estabilidad ni tiene marcado el espacio que determina una coherencia en sus decisiones políticas; y además tiene inoculado el virus de la fractura interna. Un cáncer que es muy difícil de extirpar. Casi imposible.

Cuando hace ahora poco más de dos años Pedro Sánchez resultó elegido secretario general del PSOE, lo fue casi por descarte. No se podía apoyar a José Antonio Pérez Tapias, por ser de Izquierda Socialista; ni tampoco a Eduardo Madina, al que se consideraba más sólido. Así que la andaluza Susana Díaz, hoy principal impulsora de la operación que ha terminado con el secretario general del PSOE, respaldó a un parlamentario gris y semidesconocido de la bancada socialista en el Congreso con la idea de que a medio plazo fuera fácil de desbancar cuando ella quisiera tomar el mando de Ferraz. Y a esa operación se sumó también Ximo Puig, entonces pendiente de su candidatura a la Generalitat, con el objetivo de reforzar sus vínculos con la federación más potente de su partido.

De puertas hacia fuera, Pedro Sánchez recibía apoyos pero, en privado, unos y otros le dibujaban como un líder pobre intelectualmente, un parlamentario limitado y al que entonces se le reprochaba que le daba tirria referirse al PSOE como una fuerza de izquierda. Sólo le concedían un valor: un cierto tirón mediático en una sociedad que vive pendiente de la imagen y de las redes. Con todo eso, Pedro Sánchez se presentó a las primarias y venció de forma clara con el voto favorable de 63.000 militantes que, por vez primera, eligieron a su secretario general de forma directa. El desdén que los notables del PSOE trataban a Sánchez llegaba al punto que durante el congreso celebrado a finales de julio de 2014 para ratificar a la nueva ejecutiva y que presidió la propia Susana Díaz, los barones socialistas se referían al nuevo líder como Pedro I El Breve. Pero ese poder que le dieron a los afiliados es lo que precisamente utilizó Pedro Sánchez para intentar hacerse fuerte en un escenario tan complicado.

Para bien o para mal, la principal aportación de la nueva política ha sido la de dar participación en grandes decisiones -no todas- a los militantes de los partidos. Y Pedro Sánchez sabía que esa era su baza frente a los barones territoriales que, después de encumbrarle, ahora querían sacar al secretario general del PSOE de Ferraz con las argucias de la política de toda la vida. Pero la caída de Sánchez es mucho más profunda: es el síntoma de la grave enfermedad que padecen los socialistas y que amenaza con convertirlos en un partido residual como el PASOK en Grecia o inexistente como en Italia. Así de claro y así de crudo.

Como atinadamente decía el veterano Antonio García Miralles en unas declaraciones publicadas por este periódico el pasado sábado, el reto que tiene ahora por delante el PSOE es fijar su posición sobre la gobernabilidad de España y eso, a continuación, va a marcar a su vez el papel que quieren jugar en un escenario de crisis absoluta de la socialdemocracia en toda Europa con dos vías. La de un modelo más centrista y moderado como el de Manuel Valls en Francia para captar a un electorado más transversal pero que deja una autopista entre el votante progresista; o uno con toque más claros de izquierda como el de Corbin en Inglaterra para tratar de taponar la pujanza de las fuerzas emergentes.

Lo que en estos momentos tiene que resolver el PSOE es, por tanto, si le entrega el gobierno al PP con una abstención en una negociación en la que a día de hoy partiría desde la más absoluta debilidad; o si deja pasar el tiempo para una convocatoria electoral en la que Rajoy podría acabar sacando mejor resultado y, ahora sí, Podemos y sus socios territoriales podrían relegar al PSOE y darle el golpe de gracia. No es un dilema de fácil resolución. Ni mucho menos. Ocurre que en España hay un elemento que desestabiliza todo ese cuadro: el profundo desgarro que entre los militantes y simpatizantes socialistas genera la posibilidad de facilitar un gobierno del PP. Un tablero diabólico que pone a los socialistas en el centro del circo romano: los que van a morir te saludan. En el peor escenario de toda su historia: muerte o muerte.

P.D.: Puede que Ximo Puig no tenga problemas para revalidar la secretaría general en el próximo congreso del PSPV. Es el presidente de la Generalitat y eso le concede ventaja sobre los demás. Controla un sinfín de altos cargos y de colocados en la administración que, al final, tienen una influencia enorme en las agrupaciones socialistas. Tiene que resolver de inmediato, eso sí, el conflicto que se le ha abierto con la consellera Carmen Montón. Pero, con todo, en esta maniobra para desbancar a Pedro Sánchez, si Puig no es capaz de manejar la situación con mano izquierda y a la vista de la reacción de los militantes, es posible que el jefe del Consell pueda acabar perdiendo algo mucho más importante: la credibilidad entre sus afiliados y también entre los votantes. Y si se queda sin eso, para nada le servirá retener el poder de un PSPV que ya no será nada.

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