Los acontecimientos de ayer recuerdan a La Fronda, la sublevación de la nobleza francesa durante la minoría de edad de Luis XIV. Una abigarrada mezcla de intereses personales, sin atisbo de proyecto político alguno, encabezada por turbios personajes como el príncipe Condé o Gastón de Francia, el eterno conspirador, desencadenaron una lucha despiadada por el poder, preñada de intrigas palaciegas, de enfrentamientos en las calles de París y en el campo de batalla, que pusieron al país entero a los pies de los caballos.

Lo de ayer en Ferraz rubrica un largo proceso, larvado en los despachos y en poderosos medios de comunicación, hoy en función insólita de hacedores y deshacedores de partidos y gobiernos, a quienes no ha gustado nada la posición independiente de Pedro Sánchez, el ya exsecretario general del PSOE, de hacer honor a sus compromisos electorales y a su intento de sentar las bases para construir un proyecto de socialismo democrático para España. No creo que la fronda socialista haya medido las consecuencias de sus actos. Lo que ha logrado es evidenciar un desgarro, tal vez irreparable, que puede derrumbar uno de los pilares fundamentales sobre el que se ha asentado el desarrollo democrático y social de España.

Si algo de positivo se puede extraer de tamaña asonada es que, por fin, la situación se clarifique entre lo viejo y lo nuevo. Entre lo viejo de los dueños de unas parcelas de poder donde pacen las clientelas y se hacen cábalas y cálculos para que todo siga igual, y lo nuevo, que apunta a las responsabilidades de un partido cuya obligación, heredada de su historia, es actualizar el proyecto socialista en el mundo en que vivimos.

Se ha evidenciado, por otra parte, un choque de legitimidades: la de un secretario general, elegido por las bases socialistas en primarias, y las estructuras representativas del partido que, atrincheradas en el Comité Federal, máximo órgano entre Congresos, le ha dejado en minoría. Más allá de las formas chusqueras de precipitar el cese de Pedro Sánchez por la vía espuria de abandonar su ejecutiva, la batalla no ha terminado. El choque de legitimidades sigue pendiente. Es imposible creer que el proceso que ha dado voz a los militantes, en detrimento de la aristocracia interna, se pueda revertir. Es de esperar que la Comisión Gestora provisional, consciente del problema, se apresure a dar la voz al conjunto de la militancia, si de verdad se compromete a unir de nuevo al Partido.

Otra de las falacias que se ha pretendido utilizar para precipitar la asonada es la urgencia de facilitar la formación de gobierno en España mediante la abstención del grupo parlamentario socialista. Tal vez, hace bastante tiempo, pudo tener algún sentido (concesso non dato) una negociación dura con el PP y pasar a la oposición. Pero esa opción ya ni siquiera existe a estas alturas. El PP no está ni tiene por qué estar interesado en otra cosa que no sean terceras elecciones. Pactar con un partido dividido y en proceso de descomposición no le asegura estabilidad alguna. Por tanto, la abstención en estos momentos del PSOE sería equivalente a una rendición sin condiciones y un paso más hacia el derrumbamiento final.

Hay que reconocer que la estrategia taoísta del PP le ha cosechado un éxito rotundo, que, de no reaccionar, pronostica un gobierno por mil años. Sin moverse, ha desviado la atención sobre el lodazal de corrupción en que anida y el desastre social que ha producido. A pesar de tener en contra a la mayoría de la población, ha conseguido el objetivo soñado de todo estratega: dividir a los adversarios. Utilizando medios indirectos, encajó en su estrategia de pinza, de inspiración anguitista, a los pardillos y listillos de Podemos, cuya responsabilidad en lo sucedido no es menor. Luego captó en su órbita al planeta errante de Ciudadanos, para finalmente emponzoñar al PSOE con los cantos de sirena de la gobernabilidad. Tal parece el parte de guerra que todos recordamos.

Los destrozos de la reunión de ayer afectarán a los principales actores de la asonada. Nadie sale indemne del evento. Quienes han avalado y dirigido la operación, como Susana Díaz, no pueden ya presentarse como pacificadores ni esperar aclamaciones. También es el caso de Ximo Puig, por muchos votos que haga en pro de la reconciliación. Si queda algún resquicio de esperanza para recuperar la credibilidad de un partido fundamental en la vida política española, no puede ser otro que dirimir las diferencias políticas e ideológicas por procedimientos democráticos, y hacerlo más pronto que tarde. El PSOE se encuentra en eso, que se dice, es una encrucijada histórica. La despedida de Pedro Sánchez, impecable en su forma y en su fondo, es desde luego un rayo de luz en este aciago y oscuro día.