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Bartolomé Pérez Gálvez

De lo normal y lo patológico

En poco menos de dos décadas, millones de personas han recibido tratamiento en España para superar una depresión, manejar la ansiedad o combatir una fobia. Previamente, un médico debió dictaminar su trastorno mental en base a los criterios que establece la Asociación de Psiquiatría Americana. Y, en este terreno, Allen Frances jugó un papel protagonista. Imagino que el nombre no les suena, aunque en los últimos tiempos, ya retirado, está haciendo mucho ruido en los medios de comunicación.

Frances fue catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Duke y el padre de la «opus magnum» del diagnóstico psiquiátrico, que denominamos por su abreviatura DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). En concreto, dirigió la clasificación de enfermedades mentales que recoge la cuarta actualización, vigente desde 1994 a 2013. La posición que ocupó durante esa etapa le permitió conocer los múltiples intereses que se esconden tras el texto de referencia universal en esta rama de la Medicina. Con los años, Frances se convirtió en la mosca cojonera de la Psiquiatría americana y, por extensión, de la mundial ¿El motivo? Sus feroces críticas a la progresiva psiquiatrización de la vida cotidiana y el invento de patologías que mercantilizan el sufrimiento humano.

Reconozco que sus opiniones me resultan atractivas, tanto por el contenido como por el estilo mordaz que le caracteriza. Con 74 años cumplidos y la mochila bien cargada de experiencias, tengo la impresión de que le resbalan los ataques de sus detractores. Posicionado en un término medio, no es un iluminado que niegue la existencia de las enfermedades mentales ni comparte banda con los fanáticos del más vale prevenir que curar. Defiende la normalidad sin excluir lo patológico. Un enfoque acertado para dignificar la Psiquiatría evitando su mal uso, porque de eso se trata no de liquidarla. Para ello se requiere una pureza diagnóstica inusual y, menos aún, con la brevedad que caracteriza a muchos actos médicos.

La opinión social -a menudo manipulada por discutibles intereses- acaba dominando a la evidencia científica. Les cito ejemplos. Reflexionen sobre esas supuestas adicciones a internet, al móvil o a cualquier otro artilugio tecnológico, que se intentan equiparar en gravedad a la dependencia al alcohol o a la cocaína. Asimilar el uso de estos nuevos instrumentos de trabajo y de comunicación a un trastorno mental es, cuando menos, una patochada. Por supuesto que puede ser un problema, pero hay mucha distancia de la complicación a la enfermedad. A quien usa el móvil con llamativa frecuencia le tachamos de adicto; por el contrario, al que habla sin parar -otra forma de comunicarse- en el peor de los casos le catalogamos de parlanchín. Quien pasa la mañana leyendo los periódicos es un ilustrado y el que se informa vía online sufre de una dependencia. Una misma conducta se considera patológica o normal, dependiendo del medio utilizado. No tiene ninguna lógica. Ahora bien, de atribuirles condición de enfermos todos acabarán recibiendo algún fármaco.

El listado de contratiempos que, en el transcurso de la vida, se confunden con enfermedades no tiene fin. La tristeza profunda que sientes al perder a un ser querido se califica de depresión. Al introvertido le diagnostican de fobia social. Quien cavila sin cesar por un serio problema es un obsesivo. Y cuando, ante una intensa situación emocional, perdemos el control nos dirán que presentamos una crisis de pánico. El tema es especialmente sangrante en el caso de los niños, donde el abuso diagnóstico ha sido criticado con mayor dureza. Todas, absolutamente todas estas situaciones, son respuestas naturales del organismo. Lo patológico sería su ausencia.

Debería preocuparnos el rol pasivo que transmitimos a quien sufre cualquier adversidad propia de la naturaleza humana. Coincidiremos en que existe una creciente preocupación por el abuso de psicofármacos entre la población. Lejos de prevenirla, se facilita la búsqueda de soluciones químicas a problemas habituales. Un mecanismo que, como no puede ser de otra manera, favorece el abuso de estos medicamentos. Esa felicidad que esperamos nos aporten los antidepresivos es inalcanzable, porque su objetivo se limita a estabilizar el estado de ánimo. Ser feliz es una sensación tan íntima y singular que, de existir fórmulas mágicas para lograrlo, necesitaríamos compuestos a medida. Tampoco los tranquilizantes consiguen relajar una mente en tensión, simplemente reducen la ansiedad. Inmersos en la exigencia de la inmediatez, buscamos una pastilla fantástica que permita conectar y desconectar del mundo exterior cuando nos venga en gana. Imposible y peligroso, muy peligroso.

Hay intereses farmacéuticos y médicos, sí, pero también individuales e institucionales. Al sujeto le interesa obtener provecho de su dolor, un beneficio que sólo se le concederá si es catalogado como un enfermo. No es de extrañar que cuatro de cada diez bajas laborales no produzcan incapacidad alguna para trabajar. A las instituciones públicas les sale a cuenta que, en la atención a la Salud Mental, se prioricen las molestias más extendidas y banales, en perjuicio de las de mayor gravedad. Siempre será más eficiente ocuparse del malestar no patológico que la enfermedad mental severa, mucho más devastadora. Los sufridores son muchos, de buen pronóstico y baja exigencia terapéutica. Pacientes muy rentables en cifras de resultados, en imagen social y en votos. En contrapartida, los otros, los realmente enfermos, no son tantos, exigen alta especialización, mayor consumo de recursos y su pronóstico es más incierto. Vamos que en términos de coste-beneficio arrojan un balance ruinoso. Prácticamente invisibles para la sociedad, no lucen en las estadísticas ni el colectivo es un bocado electoral apetecible.

¿Soluciones? Recuperar el concepto de resiliencia y educar -a jóvenes y no tan jóvenes- en esa línea. Aprender el modo de adaptarse a los acontecimientos estresantes de la existencia, sin resignarse a penar de continuo. Dicho sea de paso, habrá que ir abandonando el cliché de que vivimos momentos muy duros, que esa calle no tiene salida. Si estos tiempos son malos -que lo son-, calculen las dificultades que afrontaron nuestros antepasados cien años atrás o en el Medievo. En aquel entonces las necesidades básicas no estaban cubiertas, pese a cuanto se afanaran en la tarea. Hoy, aunque todavía un importante porcentaje de la población acumula carencias, uno de nuestros mayores problemas es que creemos fundamental aquello que, en verdad, es superfluo. Esta vida no es peor que otras; es más, nos ha tocado y es la única que tenemos. Merece una oportunidad y el esfuerzo de amoldarse a las distintas circunstancias conforme lleguen.

Tal como recitaba el bueno de Facundo Cabral, es posible que no estemos tan deprimidos sino distraídos y poco atentos a las buenas cosas que nos rodean. Y eso nada tiene de enfermedad ¡Es un desperdicio estúpido!

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