Cuando a principio de los años 90 Martínez Valls, fallecido el pasado domingo a los 88 años, entraba en el aula para dar su clase de Derecho Eclesiástico -asignatura de la que era catedrático- se hacía el silencio entre el alumnado. Se paraba un par de segundos en la puerta, echaba un vistazo, como el torero que mira brevemente el aforo de la plaza, y se dirigía a la tarima de una de esas enormes clases con capacidad para 200 personas que por aquel entonces había en la Facultad de Derecho del Campus de Alicante.

Solía vestir traje gris con camisa blanca -acompañada a veces de una corbata oscura-, zapatos negros gastados pero muy limpios y gafas de pasta con cristales gruesos que unido a su voz grave, que solía endurecer o atenuar según las circunstancias, formaban una de las imágenes más representativas de la Facultad de Derecho de hace 25 años, cuando fui alumno suyo, y uno de los pocos recuerdos que conservo de mi etapa universitaria.

Si bien la asignatura apenas interesaba a nadie dado el contenido católico que tenía su corpus jurídico, sus clases siempre estaban rebosantes de alumnos por dos motivos distintos. Por un lado, porque, aunque el temario de la asignatura tuviera muy poco que ver con la realidad de la España de los años 90, años en los que la democracia se consideraba ya consolidada, Martínez Valls daba sus clases de una forma tan amena y con un rigor expositivo tan alto que lograba mantener el interés de los estudiantes durante los 50 minutos que duraba su clase. Y ello a pesar de que el único motivo para estudiar aquella materia era la obligatoriedad de hacerlo por el plan de estudios de 1953 que seguía rigiendo por aquel entonces. Ni siquiera la nulidad de los matrimonios celebrados por la Iglesia, que tan de moda estuvo entre los miembros de la farándula y del papel couché, daba un hálito de actualidad al Derecho Canónico. Por otro lado, los alumnos acudían a sus clases por la propia figura de Martínez Valls. Adornaba sus explicaciones con multitud de chascarrillos y comentarios sobre noticias o protagonistas de la televisión que a menudo provocaban si no la carcajada de los alumnos -que no se atrevían a reír en clase- sí una atención de los mismos durante sus explicaciones que era el interés que ocultaba detrás de sus comentarios satíricos.

Hay decenas de anécdotas de Joaquín Martínez Valls. En el principio del curso solía hacer leer a cualquier alumno o alumna algún canon -que es como se llaman los artículos del código de Derecho Canónico- en el que se incluía el término «cónyuge». Dado el escaso nivel de lectura de los estudiantes universitarios, el elegido solía decir «cónyugue» lo que provocaba las exclamaciones de Martínez Valls. También recuerdo el día que explicaba el alcance del concepto «ignorancia de la ley». Preguntó si sabía hablar en chino a una alumna sentada en las primeras filas que, sabiendo lo que le venía encima, respondió que no con un hilo de voz. Martínez Valls alzó los brazos al aire y con toda la fuerza de su voz gritó un ¡ignorante! que debió escucharse en el piso de abajo ante la hilaridad de los alumnos.

Pero, más allá de aquellas bromas, hechas para conseguir despertar a los adormecidos estudiantes que se limitaban a copiar apuntes, la característica principal que tuvo como profesor fue el profundo respeto que tenía por ellos. La principal prueba fue lo bien que se preparaba las clases, el que siempre estuviese en su despacho para recibirlos, que corrigiese personalmente las prácticas o que examinase personalmente a todos y cada uno de sus alumnos. Muy al contrario que profesores de otros departamentos que apenas podían ocultar el desdén -cercano al desprecio- con que trataban a los universitarios.

Pocos días después de iniciarse el curso tuve un breve enfrentamiento con él. Martínez Valls utilizaba a veces un tono paternalista con los alumnos que a mí nunca me gustó. Yo solía sentarme en las últimas filas de la clase y una tarde que había pocos alumnos nos ordenó de mala manera a una alumna y a mí que nos acercásemos. Yo le respondí que no quería iniciándose una discusión a grito pelado que terminó cuando un alumno (un compañero policía municipal) nos pidió que nos calmáramos. Días después llevó a cabo una «venganza» muy suave. Me preguntó tres veces a los largo de una misma clase sobre algún aspecto de la asignatura. En medio del silencio absoluto de más de 200 personas, que se temían cualquier cosa, contesté en voz bien alta de manera correcta a las tres preguntas.

Al terminar el curso todos los alumnos nos examinábamos oralmente con Joaquín Martínez Valls. Como era evidente yo no las tenía todas conmigo; hacía un par de meses que no iba a clase, la asignatura no me interesaba y había discutido a gritos con él. Para más inri era catedrático de la asignatura y el rector de mi facultad. En el examen empezó a hacerme preguntas, dándose cuenta de que me sabía el temario de manera muy exangüe. Y entonces pasó a hacerme preguntas de actualidad política relacionada con la política y el derecho. Yo leía desde mi adolescencia un par de periódicos al días que unido a la biblioteca repleta de libros de ensayo de mis padres y a las revistas políticas que también solía leer, me permitieron iniciar una conversación con Martínez Valls que me valió un aprobado.

Cuando llegué a la Facultad de Derecho de Alicante, proveniente de Madrid, a principio de los 90, una de las primeras cosas que vi es a Martínez Valls parado en la puerta de clase observando a los alumnos durante un par de segundos. Guardo aquella imagen en mi memoria, imagen que hoy he recordado.