Se nos marchó el verano de las aulas vacías con la noticia del derrumbe de parte del instituto ilicitano de Torrellano. Al no haber víctimas -por fortuna- el suceso suele menguar pronto a la letra pequeña, al rincón efímero de la memoria colectiva, donde le sustituirán otros hechos de más alcance mediático.

Los adolescentes, estudiantes, siempre son (fuimos) reacios al mundo que los mayores les ofrecen; su desmotivación existencial es proporcional al empeño en «enderezarlos». Su misión en la historia es (fue) sublevarse ante normas que se niegan a entender. Tal vez en estos tiempos tecnológicos donde la gente ya no observa tanto a la vida sino a su particular telepantalla (asi lo denominaba, con lucidez, Orwell hace ya casi 70 años) mientras camina, conduce, come, etc. Quizá por ello, en esta época de despistes y conceptos confusos, estos chavales de libros densos- como sus hormonas- se hayan olvidado, en parte, de su rebeldía genética. Suelen haber honradas excepciones: la pintada que vi en lo alto de la pared del citado instituto de Torrellano que decía: «carsel» (con faltas de ortografía incluidas); supongo que la hizo algún joven «recluso» subido a una gran escalera. Ignoro si la borraron o si, con el derribo de la pared de la fachada, ha desaparecido. Estamos instalados en la velocidad perenne: los valores se evaporan o trasforman rápido, los edificios posmodernos tienen prisa por pasar a ser El Partenón y sueltan cascotes, las empresas que subcontratan a otras tienen avidez por multiplicar beneficios... Incluso a los restos arqueológicos que reposan bajo las ciudades milenarias se les pide que cedan presto ese espacio para los aparcamientos subterráneos de lo autos... somos un modelo de civilización que corre hacia la extinción pero que prefiere hacerlo matando (la naturaleza) y profanado (nuestras huellas pasadas). ¿Les enseñamos eso en las aulas? Como método de existencia, se nos inyecta el vértigo en las venas de la ética, a la vez que se nos va adocenando para que sigamos siendo siempre «niños bonachones».

¿Qué puede pensar un adolescente si de verdad, si no está despistado por la ración de «soma» que le administran (como decía Huxley en «Un mundo feliz») y observa el mundo real que tiene enfrente y/o dentro de sus libros de texto, esos que ha de devorar cual comida a desgana y que luego (tras el examen) vomitará)? De hacerlo -de reflexionar-, pasarían cosas distintas en sus encuentros colectivos, en esos cándidos botellones de fiestas evasivas. ¿Y en la mente de sus profes, obligados por la caprichosa legislación curricular de cada 4 años a cambiar todo, incluso de siglo (de volver atrás con el tiempo)? Ellos se ven convertidos en abnegados carceleros que se juegan la laringe para nada. ¿Tendrán suerte estos chavales, víctimas de un sistema con aluminosis en los huesos y serrín en las neuronas, un modelo (nada modélico) de desarrollo darwinista y caníbal que amenaza su futuro y que, simultáneamente, les atenta con los cascotes reales de ladrillos -burbujas y escombros de la corrupción-? ¿Tendrán al menos la fortuna de toparse con un profe loco (loco para los ortodoxos) que les haga arrancar páginas de libros carcas como hacía R. Willians en «El club de los poetas muertos»? La realidad es que puede ser hasta vergonzoso intentar enseñar a los que se incorporan a este fango, armándonos con libros de texto hasta los dientes, a que aprendan -estudien- la bondad de lo establecido: la Administración, el mundo laboral (que sufren), el jurídico (te detienen por llevar unos gramos de algo pero no por hacer edificios trucados), la seguridad alimenticia, etc.; y, mientras, la paradójica realidad les va desmitificando todos esos conceptos.

Todo pudiera suceder-cambiar- si amanecieran brotes de rebelde esperanza en los jóvenes corazones (de todas las edades) pues nada es estático; pero, hoy, no sólo el mundo que se les desmorona, en la metáfora: también sus aulas parecen a veces el castillo de naipes de la codicia y ellos unos reclusos con casco de protección, por si acaso.