Durante el duermevela imagino a mis conciudadanos encaminando sus pasos hacia el colegio electoral respectivo, apesadumbrados, soportando nuevamente la carga del sobre con la papeleta del voto. Un déjà vu. Pienso que se ha producido una mutación colectiva en Sísifo, condenado a empujar eternamente una roca hasta lo alto de la montaña. Una vez en la cumbre, la roca volvería a caer impelida por su propio peso. Sísifo debería descender para comenzar de nuevo el ascenso.

Los electores depositaremos otra vez los votos en las urnas con la certeza de que caerán en saco roto. El esfuerzo absurdo, reiterado «ad calendas graecas», conduce a la melancolía. Peor aún, supone la banalización de los sufragios, devenidos inútiles, que se agotan en sí mismos sin consumar el objetivo de procurar un gobierno. No existe peor condena que el empeño infructuoso, sin esperanza.

Pedro Sánchez y Mariano Rajoy también sufren su peculiar castigo de Sísifo en forma de investidura fallida. Trabajosamente, deben ascender una y otra vez a la tribuna del hemiciclo con la pesada carga de un discurso que se malogra antes aún de ser pronunciado. Una vez leído y debatido, los papeles del texto caen o se pierden para ser recogidos y reproducidos de nuevo en una ulterior sesión. Sus señorías están adoptando la poco estimulante costumbre de «rasgarse las investiduras».

Nuestros máximos representantes políticos se muestran incapaces de entender la importancia de la representación que les ha sido encomendada y desprecian el valor de la legitimidad otorgada por los votos.

Es opinión mayoritaria que estamos ante políticos afanados en la búsqueda del interés propio mientras olvidan el interés común. Quizá la lectura de los clásicos como Cicerón, Plutarco o Marco Aurelio, serviría para recordar que el buen gobernante tiene como fin supremo la búsqueda del bien común.

Entre políticos y votantes se está abriendo un abismo cada vez mayor, si cabe, que pone en cuestión el sistema democrático, con consecuencias indeseables. Nuestros políticos, tradicionalmente instalados en la placidez que proporcionaba la mayoría absoluta, se sienten incapaces de plasmar en acuerdos fructíferos unos resultados electorales diversos. Todo ello ha desencadenado un penoso y prolongado espectáculo ante el hastío de los electores y la estupefacción de comunidad internacional.

Lo que subyace tras la convocatoria electoral que se avecina es la desobediencia del mandato derivado de las urnas o la incapacidad para materializarlo ¿Por qué se muestran ineptos para el diálogo y el consenso? ¿Por qué se somete nuevamente a la ciudadanía a ese ejercicio cansino y costoso?

Se insta al electorado a mudar su voluntad, a cambiar el destino de su voto cuantas veces sea preciso hasta obtener un resultado más propicio a los intereses partidistas ¿Acaso la voluntad de los políticos es infalible e inmutable en tanto que la de los votantes es caprichosa y voluble en cada cita electoral?

Desde antiguo se ha ido otorgando relevancia a la voluntad popular expresada en las asambleas («comitia»). Resultó dificultoso conseguir que los comicios asumieran una auténtica función electoral y legislativa sin la injerencia de otros poderes de la República romana.

La tradición constitucional pasada y reciente ha cristalizado en un sistema que, con sus imperfecciones, ha permitido alcanzar las más altas cotas de democracia de nuestra historia. No parece inteligente prolongar esta parálisis política tan perjudicial para las instituciones y para el país.

El pasado año, con ocasión de la reunión del Círculo de Montevideo en la Universidad de Alicante, Felipe González se refería a la «crisis de la democracia representativa». Poco imaginaba González lo premonitorio de su análisis.

Por otra parte, la ciudadanía se ve sometida al padecimiento que supone una campaña electoral continuada. Los «cuatro jinetes» y sus acólitos continúan, con permiso de Proust, «à la recherche du vote perdu», ajenos al clamor silencioso del electorado que reivindica la no devaluación de su voluntad doblemente emitida en las urnas.

La mayoría también opina que la tercera cita electoral, prevista al parecer para el día 25 de diciembre, sería nefasta, en el sentido etimológico del término, es decir, contraria a la divinidad, según los antiguos, e inoportuna para la realización de cualquier actividad. Esta interesante coincidencia permite observar ciertas reminiscencias sacras en la ceremonia profana de la votación. En todo caso, el fantasma de la abstención se cierne sobre las futuras elecciones.

No obstante, el electorado debería sentirse afortunado por la posibilidad de dar cumplimiento «per saecula saeculorum» a la más sublime expresión de la ciudadanía. Tenía razón Albert Camus cuando imaginaba a Sísifo dichoso, aunque fuera por un instante, si bien, al final, propone el suicidio como «la única solución de lo absurdo».

Así pues, deberíamos considerar seriamente esta posibilidad, la del suicidio político de los candidatos, se entiende.