Al obispo de Mallorca, Javier Salinas, le han pillado en renuncio y abarraganado con hembra principal y de no pocos posibles. Hay que ver cómo está la curia que no se agarra a la teta nutricia de menesterosa sino a la lacia y mollar de reinona de alta cuna. Dicen los papeles que hasta intercambiaban alianzas con el nombre del otro y que ambos las lucían sin pudor. ¡Qué barbaridad! Al parecer, el marido ofendido y cornicantano, se puso en manos de un detective y hay pruebas gráficas que dan razón de que los tortolillos se veían fuera del horario de trabajo. Obispo él, secretaria ella. Y saltó el escándalo y rasgáronse las vestiduras en el Vaticano y rompiose en dos el velo del templo. Es el caso que al pobre obispo le hicieron cesar de su curro en las altas esferas eclesiales por gustarle el arrimo a hembra placentera más que a un chivo la leche, por un quítame allá ese desliz, que la carne es débil y el espíritu está pronto. Me viene a la mente una novela que saltó a la fama por su adaptación a culebrón televisivo. Se trata de «El pájaro espino» de la escritora australiana Collen McCullough, una saga familiar blandengue y edulcorada que tuvo encandilado al mujerío patrio de los ochenta. Naturaca. Un Richard Chamberlain en pleno apogeo hace de capellán, guapo, culto, refinado, alzacuellos blanco nuclear y apolíneas formas. El capellán enamora perdidamente a una feligresa angelical, a media España y algún que otro mediopensionista. El resto es paja y lágrima fácil.

Hombre, nuestro padre don Javier no es que sea precisamente un efebo de tersas carnes sino más bien rechoncho, metido en años y en arrobas pero para gustos colores. Lo que no acabo de pillar es a qué obedece tanto escándalo, tanta doble moral, tanto cinismo, cuando en nombre de Dios se han cometido las más siniestras aberraciones de la historia. Guerras, torturas, matanzas, guiños a dictadores, conjuras, amaños, mangoneos, todo en un vomitivo ambiente de beatitud y santidad. No digamos esa forma tan sutil de tapar o mirar hacia el otro lado ante la pederastia. O incluso justificarla. No olvidemos la infamia de otro obispo, el de Tenerife cuando rebuznó aquello de «puede haber menores que consienten, desean e incluso provocan los abusos». Qué clase de enfermo mental o hijo de Satanás puede llegar a pensar que un niño provoque algo más que no sea ternura. Desconozco el dato. No sé si a este aberrado el Vaticano lo hizo dimitir por semejante dislate pero que dio menos que hablar que el amoroso contubernio de don Javier, sí que es cierto.

A mí el obispo Salinas me cae la mar de bien por no decir que ya lo tengo por un héroe. No sé qué carajo tiene la iglesia con la coyunda por vía natura (entendiendo por vía natura la cuchipanda con hembra o varón consentidores), que el buen gobierno del espíritu no está reñido con la república de las gónadas.

Bendigamos pues el rijo y el arrimo que dos o tres segundos de ternura y un buen caliqueño, a fuer de saludables, acercan más a la mística que todos los sermones juntos. Amén.