Mis padres acaban de celebrar sus 50 años de matrimonio. Unas bodas de oro que huelen a medio siglo. Que se dice rápido pero que cuesta llegar a ellas. 50 años les contemplan con sus dificultades y sus inmensas alegrías. Una historia difícil de repetir porque cada historia matrimonial es irrepetible.

En una sociedad cada vez más compleja, un matrimonio que dure tanto es un acontecimiento digno de reseñar. No es ni mejor, ni peor, es simplemente un milagro. Dos personas deciden unir sus vidas y afrontar todas las putadas que la vida les depara, y disfrutar las tremendas alegrías que supone vivir y dar vida. Porque la vida, esta vida finita, merece ser vivida en todos sus extremos, con todas sus vicisitudes.

Son mis padres. Me cuesta mucho hablar de ellos porque los amo con todas mis fuerzas. Porque gracias a ellos estoy en este mundo. Porque he tenido una infancia feliz, y siempre han estado a mi lado aun cuando han entendido que mi vida me ha llevado a vivir en varios sitios. Pero hoy estoy con ellos. Son mi familia, y disfruto el tiempo de añadido que el Señor le quiera dar a ellos.

Su vida ha sido pura entrega. Aún recuerdo cuando Filo, esa mujer socialista buena, iba a mi casa de las 300 Viviendas a enseñar a mi madre a leer y a escribir. A la misma vez que yo lo hacía en el cole. O el primer coche que recuerdo que mi padre trajo a casa después de años de trabajo en su propia empresa. Un hombre hecho a sí mismo que llegó a tener a más de 100 trabajadores laborando con él. Todos los recuerdos de mis padres se agolpan de una y me cuesta señalar alguno en concreto. Ni siquiera logro recordar los malos momentos, y los hubo, porque mi mente me ha hecho el favor de borrarlos del mapa. Sólo me vienen al recuerdo, discriminadamente, una retahíla de alegrías, fiestas, viajes, comidas? y poco amasamiento de bienes.

Sí, es verdad, que de los dos aprendí que dar era más importante que recibir. Que de aquí nadie se lleva ninguna propiedad, ni nada material, y que por tanto los momentos había que vivirlos como si de la última vez fuera. Así me enseñaron. Comer muy bien, disfrutar con los amigos, y vivir el momento se hizo en mí. No me arrepiento de ese aprendizaje natural y presente.

Mis padres se casaron en esa maravillosa parroquia de San Francisco de Sales de Elda. Donde tantos curas nos enseñaron el camino de la reivindicación social y la justicia. Donde el cristianismo, que mis padres heredaron, era pensar en tu hermano como el hijo pródigo. De esa unión vinimos al mundo mi hermana Laura y yo. Y como dice mi hermana, como no encontramos a nadie para casarnos, mis padres se han casado dos veces. Hace 50 años, y ahora.

En este tiempo vino a casa mi hijo Miguel. Que es la bendición de Dios. Sí, es mi hijo, y es su nieto. Cada vez que dice «abuelo» o «abuela» se le llena la boca de agradecimiento. Siempre le digo a mi hijo que disfrute de cada momento con ellos mientras tenemos la dicha de tenerlos entre nosotros. Porque el destino siempre es el presente. Mis padres, los abuelos, derrochan todo el mismo amor con mi hijo Miguel, que volcaron con nosotros. Que mi padre volcó con sus trabajadores en la fábrica de calzado. Que mi madre volcó en Cáritas y en la cárcel donde periódicamente iba a consolar y atender a los presos. Que vertieron con sus amigos y familia.

Como decía San Juan de la Cruz: «Al atardecer de la vida, te examinarán del amor». En esa asignatura, mis padres tienen matrícula de honor. Si la vida, después de 50 años juntos, era amarse, misión cumplida. Si era que los que fuimos engendrados por ese amor, sigamos su ejemplo, se intentará. El amor lo puede todo. Y cuando la oscuridad llegue, la luz brotará. Tal y como ha ocurrido en estos 50 años de camino recorrido. Nada hay más bonito que tenerlos juntos y a nuestro lado. Gracias a Dios.