Las últimas encuestas publicadas arrojan unos datos nada alentadores para el PSOE, pues todavía parece que su suelo electoral puede llegar a ser aún más bajo que el conseguido en los pasados comicios del 20 de diciembre y 26 de junio. Los encuestados culpan al Partido Socialista y, en particular, a Pedro Sánchez del bloqueo institucional debido a su negativa a dar su apoyo a la candidatura a la Presidencia del Gobierno de Mariano Rajoy. El manido «no es no» está pasando factura a Sánchez tanto en las perspectivas electorales, que aún pueden ser peores, como en el seno del partido, cuyas voces críticas se hacen cada vez más audibles.

La negativa a Rajoy tiene su explicación, pues, entre muchos motivos, destacan dos especialmente: por un lado, mantener la distancia con el Partido Popular para evitar que Podemos ocupe el liderazgo de la oposición; y, por otro lado, hay un motivo de especial trascendencia y no es otro que el rechazo a la figura de Mariano Rajoy. El presidente en funciones representa, en términos políticos, la etapa más oscura de su partido y su corolario fue aquel famoso SMS que envió a su tesorero, una vez conocido por la opinión pública, que disponía de millones de euros en cuentas suizas. Este hecho, aunque parece borrado de la memoria colectiva, quizá por la suma de casos que atropellan los titulares a diario, deslegitima, por motivos éticos, y digo éticos, a Rajoy como presidente del Gobierno; de hecho, si hubiera ocurrido en otro país europeo ya no sería presidente. Algunos dirán que las urnas le han legitimado, pero técnicamente no es así, por eso sigue en funciones. Por este motivo, es comprensible el «no» de Sánchez a Rajoy, sin embargo, el PSOE ha seguido una errática estrategia en este proceso.

A pesar de la persecución electoral de Podemos, el Partido Socialista no puede quedarse en un mero «no», pues los ciudadanos esperan mucho más de un partido centenario. Desde mi punto de vista, entiendo que la óptica del ciudadano, que está hastiada de lo que está presenciando, hubiera sido distinta e, incluso, hubiera entendido la postura del PSOE si desde el primer momento la estrategia trazada por la dirección socialista hubiera sido en positivo. En primer lugar, dado que con 85 diputados es muy difícil formar un gobierno estable, tendría que haber aceptado una reunión de los equipos de negociación de PP y PSOE. Y en esa reunión el equipo socialista tendría que haber planteado una batería de propuestas para la investidura del candidato/a popular. Y digo candidato/a popular porque la primera de esas propuestas debía ser que Rajoy no lo fuera, debido a los argumentos antes esgrimidos. No tiene sentido que la cabeza política de Rajoy la consigan sus propios correligionarios, y no el PSOE. Seguidamente, el equipo de negociación socialista debía plantear todas las propuestas que interesan en realidad a los ciudadanos, y que están deseando mejorar sus condiciones de vida, tales como la política de crecimiento económico y creación de puestos de trabajo, políticas de igualdad, educación, justicia, regeneración institucional, y un largo etcétera. De esta manera, el PSOE hubiera hecho alarde de lo que realmente atesora, que son propuestas concretas que reclama la situación actual para paliar el abandono escolar, las persistentes desigualdades, la pérdida del tejido productivo y, por ende, el desempleo, etcétera. De esta manera, se hubiera trasladado al PP la presión de su investidura, pues sólo de este partido hubiera dependido el desbloqueo institucional, y, si no hubiese aceptado las propuestas, el Partido Socialista no tendría el desgaste que ahora tiene, ni siquiera por la izquierda, pues Podemos se caracteriza sólo por los eslóganes, sin aportar nada más que ruido. Por otro lado, si el PP hubiese aceptado las propuestas socialistas hubiera sido esclavo de su propia debilidad.

En definitiva, en cualquiera de los casos el PSOE gana, pues hubiera marcado una diferencia sustancial con el PP, y es la de partido amable y cercano a los problemas de los ciudadanos, algo que no puede decir el PP.

Lejos de todo eso, el líder del PSOE empieza a sufrir en sus carnes la debilidad en la que ha dejado al partido. Lo único que le queda es reclamar unidad, como sinónimo de silencio, pero la unidad no se pide, se construye.