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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Redes

Las redes son un sinvivir. En cuanto te descuidas tienes cuenta en facebook, twitter, instagram y linkedin, eres forero en cuatro ó cinco foros especializados en aficiones minoritarias, llevas al día tres grupos de whatsapp y vendes/compras en wallapop y vibbo. Un trabajo a tiempo completo, ya digo. Necesitas todas las horas para mantenerte al día y no sucumbir ante el alud de información que te proporcionan y la necesidad acuciante de aportarla tú para no parecer un imbécil. Esa es otra: queremos dar en las redes una imagen nuestra cercana al glamur de un indígena de «La Finca» que pasara sus vacaciones en las Seychelles rodeado de chatis con un cuerpo diez (el tuyo, el de las chatis sería de veinte por lo menos). Ya lo dice el dicho: «Nadie es tan guapo como en su perfil de facebook ni tan feo como en su carné de identidad».

Hay gente que vive en las redes -conozco alguna- y no hace nada en su vida si no es en función de correr y contarlo, con fotos abundantes y glamurosas. También frecuento gente que no tiene cuenta, pero son los últimos mohicanos y se les mira con el mismo gesto de temor/desprecio que se reservaría para los extraterrestres que vinieran a colonizarnos.

Ya lo decía el torero Dominguín cuando se hizo a Ava Gadner: «Si no puedo contarlo en el Casino a ver qué gracia tiene el esfuerzo». El caso es que lo de Ava parece que era verdad -y da una envidia que te mueres- pero hay tantos inventos en las redes, tantas situaciones forzadas para que parezca que y tanta parafernalia de insensateces mezcladas con deseos de aparentar y afán de emulación de famosetes, que competir no está a la altura más que de Batmans o Supernenas. Y claro, crece la bola en las olimpiadas del cretinismo en redes para conseguir un mísero «me gusta», un corazoncito o un retuit.

A los seres humanos lo que más nos gusta es hablar de nosotros mismos, de lo listos que somos o lo inteligentes que son nuestros hijos o nuestros gatos, por eso no es extraño que las redes estén llenas hasta los bordes de monerías felinas o infantiles que a poco que se lo monten consiguen cifras de audiencia que ríete de Belén Esteban. Y si ya contamos los videos avergonzantes donde vemos al personal haciendo el ridículo, tenemos en esencia la clave de nuestras vidas: quiérete a ti mismo y odia -o búrlate- de los demás y cuéntalo para que se note.

Pero lo peor es cuando metes la pata y tienes detrás de ti a tantos odiadores profesionales que empiezan por hacer comentarios insultantes y acaban arrastrando a una masa ávida de sangre que ríete del Motín de Aranjuez o los Autos de Fe con quema de brujas incluída. Tienes dos opciones, las dos malas, callarte o contestar. En cualquiera de las dos estás frito, ya es cómo prefieras afrontar el paredón: dando gritos o haciendo ver el desprecio que te suscitan tus verdugos con un silencio mortal. Nunca me he visto en tal tesitura y no sabría aconsejar, pero hay un ejemplo de hace unos días, cuando el alcalde de Alicante, que tiene a gala no callarse ni bajo el agua, reaccionó con desmesura y se llevó lo suyo. Eso ya va en el carácter, así como el sueldo lleva anexo un capítulo de tragarse sapos y no amenazar a los ciudadanos que te pagan el sueldo por mucho que te toquen las narices.

Andaba la semana pasada por los despoblados en los que nació el castellano, en el Monasterio de San Millán de la Cogolla, Santo Domingo de la Calzada, Berceo y por ahí. Son tierras que no tienen una comunicación fácil ni ahora mismo, imagínense en el año 1000 y la wifi -que ahora anda regulín- en aquellos tiempos debía funcionar mucho peor. Imagino a Gonzalo de Berceo dando a un hermano lego un pergamino para que lo colgase en twitter y el hombre chuparse cien kilómetros a pie por esos riscos para encontrar a otro monje al que pasarle el mensaje. Poco a poco llegaba a una abadía, y de ahí al siguiente monasterio y en dos o tres años a lo mejor medio centenar de personas conocían el tuit del bueno de Don Gonzalo y lo habían compartido en sus redes.

Con esos plazos no era para decir estupideces ni hacer poemas con las monerías de tu gato, por eso se dedicaban a cosas serias: a promover el «román paladino en cual suele el pueblo fablar con so vezino» y no a contar sus aventuras no consumadas con la Tomasa, una moza de Cameros que estaba de paso. A tanto tuitero y facebookero le daba yo una década de estancia en el medioevo para que aprendieren eso de no hablar si no puedes mejorar el silencio.

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