Siempre tengo en mi memoria las imágenes del mes de septiembre. Las noches eran frescas y salíamos a la calle con un jersey anudado al cuello; la sábana superior, abandonada desde dos meses atrás, resultaba reconfortante al amanecer, y al salir del agua el cuerpo se secaba de inmediato por el aire de poniente; las terrazas de los bares resultaban acogedoras y se hacían los primeros preparativos del curso, de los buenos propósitos, de los proyectos invernales. Pero ¿qué ha pasado? Este septiembre se ha iniciado con un sol más abrasador que en agosto, los niños inician sus clases sin poder respirar en las aulas, y ni se nos ocurre sentarnos en un café hasta que el sol se oculta. Y no hay olor a lluvia, cuando las fiestas del Raval Roig alicantino, que no solía librarse de un aguacero tremendo justo el día de la procesión de la patrona del barrio de pescadores más antiguo de la ciudad, la Virgen del Socorro, este año no ha tenido más agua que la batalla de cubos, «la poalá». La imagen idílica de un septiembre en el que las hojas empezaban a manchar las calles ha sido sustituida por árboles resecos y de hojas lánguidas. Pero septiembre también ha sido un mes maldito para el mundo.
El 11 de septiembre de 1973, Chile sufría el fin de la democracia con un golpe de estado del ejército, y la llegada al poder del general Pinochet. El estado democrático dirigido por el doctor Salvador Allende solo duró tres años, mientras que una dictadura sangrienta y vengativa se adueñó del poder durante diecisiete. Y Allende prefirió un voluntario disparo en su boca antes que entregar el Palacio de la Moneda a los golpistas.
El 11 de septiembre de 2001 dos aviones atravesaban las famosas Torres Gemelas, uno de los símbolos del Manhattan newyorkino, en un atentado terrorista sin precedentes en los Estados Unidos de América. Más de 3.000 personas murieron a causa del atentado yihadista de Al Qaeda. Y el mundo entero tembló: el país más poderoso del mundo también era vulnerable.
Nuestra ciudad también fue blanco del destino un 30 de septiembre de 1.997; durante cinco horas las nubes descargaron 267 litros de agua por metro cuadrado, provocando las inundaciones más graves que se recuerdan, con un balance de cuatro muertos en la ciudad, que quedó literalmente arrasada por el agua. Recuerdo perfectamente la imagen de los coches flotando sobre el agua y chocando con los escaparates de la calle Castaños, imagen que contemplé desde los balcones del Teatro Principal que entonces un servidor dirigía, y la impotencia de ver como el agua entraba a raudales por la rendija inferior de la puerta de descarga de decorados, bajando en cascada por el escenario hasta alcanzar la mitad del patio de butacas; sótanos inundados, camerinos inferiores destrozados y la pérdida de material eléctrico y focos de iluminación por valor de 20 millones de pesetas, que afortunadamente sufragó el seguro del recinto. Ese día estaba programada la actuación de la Compañía Nacional de Danza que, lógicamente, hubo de suspenderse; acompañado por Nacho Duato contemplé en la noche alicantina la desolación y el paisaje desértico de una ciudad bulliciosa la noche anterior.
Los sucesos de Chile y Nueva York fueron producidos por los hombres; pero si contra algo no se puede luchar es contra la naturaleza, que periódicamente nos azota con diversas catástrofes naturales de innecesaria enumeración. Hoy la tierra alicantina llora de sed. Y si la humanidad se muestra solidaria en momentos trágicos como los citados, es porque el afán de supervivencia puede con todo. Pocas veces España se ha enfrentado a un otoño tan incierto como este desde el punto de vista de la política que hoy, como el agua, lo inunda todo. A pesar de todo, y ante el desaliento, conviene recordar que la vida nos ofrece cada día una nueva oportunidad de ser felices; se llama hoy.
La Perla. «Por septiembre, come y vende; pero no sea tanto tu comer que no puedas vender». (Popular)
