No quiero salir de ti que hace mucho frío afuera. Deja que me instale aquí, donde siempre es primavera. Como en Tahití.

Hoy, debajo de mi olivo, no es Sabina quien pone la música, sino Aute. Otro carroza genial. Mi olivo está desmadrado, no sé si llora o ríe. El cambio climático. Los calores desatados han hecho que las aceitunas estén maduras y goteen, una tras otra, como una lluvia aceitosa y sólida. En mi pueblo, donde reinaba Mehincho, en la Andalucía profunda y latifundista, había olivos para dar y vender. Se perdía la vista en los olivares y, tras los montes suaves que lindaban con Córdoba, seguían más y más olivos. Ninguno mío, que este es el primer trozo de tierra que he tenido en mi vida -hipoteca aparte-. Entonces, las aceitunas maduras, se recogían en Navidad con los dedos entumecidos y las orejas llenas de sabañones por aquellas heladas de postal. Ahora maduran en septiembre. Va a ser verdad el calentamiento global.

Tarareo al viejo Aute mientras me llueven aceitunas como cuentas de rosario gigantes, negras y pringosas. Leo la última novela en mis manos.

Marina Vicente lo trae a Alicante a cenar literariamente y a degustar el sabor de las palabras. A Javier Sierra le gustan los temas esotéricos, misteriosos y de ultratumba. No es mi estilo pero, cerca del tránsito por la laguna Estigia, yendo al Hades en la barca de Caronte, casi a punto del crematorio -para entendernos- hay que leer de todo. Más si de la lectura puedes sacar una mínima esperanza de inmortalidad.

Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde. -Como todos los jóvenes yo vine a llevarme la vida por delante. Quería dejar huella y marcharme entre aplausos-. Envejecer, morir, eran tan solo las dimensiones del teatro. Pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma, envejecer, morir, es el único argumento de la obra.

He pedido a Información que pongan ese párrafo en cursiva. Fusilada una poesía de Gil de Biedma: morir -al final- es el único argumento de la obra. No plagio porque cito al autor. Lo vergonzante es apropiarse del pensamiento ajeno como propio.

De eso va la novela complicada, engorrosa, con relatos que se entrecruzan, se juntan y se separan, y para los que hay que estar con todos los sentidos. Si no pierdes el hilo indefinidamente. La pirámide inmortal.

El autor -Sierra- nos transporta a la época en que reinaba en Francia el «Comité de salud pública», que es como los revolucionarios franceses -acuérdense de La cinta roja de Carmen Posadas- llamaban al gobierno de Robespierre, hasta que le dieron a probar su misma medicina.

Napoleón, protagonista esencial de la novela, joven general sin destino, acude en París a la consulta de un astrólogo, Bonaventure Guyon. Su carta astral deja claro -Leo con ascendiente en Escorpio y no sé cuántas cosas más- que va a ser un señor de mucho éxito. El exfraile adivino, sabe camelarse bien al ambicioso artillero.

Nos trasladamos a Oriente Medio. Napoleón tiene en mente la conquista de Egipto y comienza librando una cruenta batalla, venciendo a los mamelucos, muy superiores en número, por medio del general Kleber. Entre Nazaret y el monte Tabor -allí tuvo lugar la Transfiguración de Jesús conforme al evangelio- Napoleón entra en contacto con los «hombres azules», una especie de sabios ermitaños que nos recuerdan a los monjes esenios de las cuevas de Quram junto al Mar Muerto.

Uno solo es el tema de conversación y estudio: la posibilidad de alargar la vida. La inmortalidad, que es y ha sido la obsesión del hombre desde que es racional y el origen de toda filosofía y toda teología. La muerte está en el orden del universo, dice. Y, contradictoriamente, la muerte no existe. Somos mucho más de lo que vemos. Nos alienta una energía divina que jamás se destruye, solo cambia de estado. Trascendente novela.

Conecta con las tradiciones draculianas de Transilvania en donde bañarse o beber sangre humana -recordemos los ritos litúrgicos eucarísticos- proporciona la inmortalidad al hombre. Hay, afirma, un método más refinado, introducirse en una pirámide y salir de su interior rejuvenecido.

¿Tienen las pirámides efectos sobre la longevidad humana? Qué duda cabe de que es, muy posiblemente, una de las construcciones más repetidas desde la antigüedad con todo lo que de mágico y de poderoso conlleva ese hecho.

Y ahí esta Napoleón desde el principio de la obra, enterrado en vida en la pirámide de Gizá. El autor lo presenta como un elegido -como Osiris, como el faraón Amenhotep o como Jesús, al que se refiere como Yeshua- algo sabido desde su nacimiento que tuvo lugar entre grandes prodigios y signos cósmicos.

Napoleón Bonaparte en esta pirámide busca lo mismo que tú y que yo, lo mismo que han buscado los hombres inventando tantas religiones como en el mundo habitan: eludir de la manera que sea la repulsión que causa la muerte. Busca ser inmortal.