Alicante era una ciudad dulce, tan dulce que existían pastelerías y obradores con merecida fama.

Tenían nombres variados, unas eran los propios de sus maestros pasteleros Seguí, Mompeán, Dioni, otros eran nombres más creativos tal vez; Nevada, la Mallorquina, la Esperanza...

Una tradición azucarada que se extinguió en pocos años, se esfumó sin remedio y sin importarle a nadie... aparentemente.

Pero la ciudad perdió algo, ese olor a toñas en Semana Santa, esas milhojas de Seguí y sus tartas épicas, los pasteles de Nevada, los bollitos con crema de la Mallorquina, las tortadas y los pastelicos de gloria de Dioni (la coca boba del Peret era de Dioni) Dignas de mención la coca de mollitas y los roscones de Toni, el del barrio. Tengo que nombrar esa fábrica de caramelos que daba a la plaza Manila y que endulzaba el ambiente de todo el barrio (caramelos biosca buenísimos).

Cuando cerró la panadería de la calle Altamira para hacer urgentemente (hace 11 años) un edificio para los aparejadores que, por supuesto, todavía no se ha hecho, nos quedamos sin el pan de leña más suculento de la ciudad y sin el espectáculo de ver descargar los troncos para el horno moruno en pleno centro de Alicante, Blas intentó salvar este establecimiento, pero ni caso.

Ahora todo el barrio come deliciosas baguettes insustanciales.

Hay memorables pastelerías en la provincia como la de los pasteles rusos de Callosa, la del túnel de Alcoy que sólo por verla merece el viaje, la Magdalena de Torrellano, y todas las tradicionales que conozcan.

No las pierdan.

Un pequeño esfuerzo, una mirada cariñosa, un reconocimiento a lo nuestro y ese tipo de comercios históricos podrían pervivir. Creo que se podrían proteger siendo lugares de empleo y generadores de riqueza aunque sea cultural.

Únanse al movimiento imparable de no cobrar el IBI a los comercios de más de 100 años que tengan una actividad continuada y familiar.

El saber del sabor de mantener lo nuestro es otra forma de querer nuestra ciudad.