Cuesta trabajo recordar el mundo antes del 11 de septiembre de 2001, antes de que dos aviones secuestrados repletos de pasajeros se estrellaran como misiles contra las torres del World Trade Center de Nueva York, otro impactara contra el mismísimo Pentágono y otro se estrellara en un campo de Pensilvania. Una oscura organización extremista llamada Al Qaeda se atribuyó el mayor ataque en suelo estadounidense desde el bombardeo japonés de Pearl Harbour en diciembre de 1941. Si entonces aquel ataque sorpresa precipitó la entrada de EE UU en la Segunda Guerra Mundial, el 11S dio origen a lo que el entonces presidente norteamericano, George W. Bush llamó la «Guerra contra el Terror».

Quince años después, no hay registros fiables de víctimas de este conflicto interminable y global -no se sabe cuántas personas han muerto en Irak desde la invasión de 2003-. Su misma naturaleza confusa, opaca y brutal -que tiene entre otras imágenes icónicas los monos naranjas de los presos de Guantánamo o las torturas en Abu Ghraib-, y que tuvo su primer acto de respuesta en el derrocamiento del régimen talibán de Afganistán, ha mostrado al mundo los límites del poder estadounidense. Los ejemplos de Afganistán, Irak, Libia o Siria escenifican que EE UU no puede actuar siempre en solitario.

La injerencia en Oriente Próximo, el desmantelamiento sistemático del Estado iraquí en 2003 abrió todos los demonios del conflicto sectario entre suníes y chiíes que incendia toda la región, donde potencias rivales como Arabia Saudí e Irán se disputan la hegemonía regional y creó asimismo las condiciones para el nacimiento del Estado Islámico (EI).

El mundo post 11-S es un mundo marcado por las medidas de seguridad y vigilancia, como desveló el exanalista de la CIA Edward Snowden. Un mundo cada vez más vigilado en el que, no obstante, con cada nuevo golpe terrorista aumenta la sensación de inseguridad y el miedo que conduce al progresivo recorte de libertades. Somos hijos de un día de septiembre.